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Historias de Nueva York

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Había terminado de releer el “Viaje al centro de la Tierra” de Julio Verne y me quedaban unos días libres en el curro. Necesitaba airearme, evadirme de mi realidad diaria. ¿Dónde voy sólo a estas alturas del año? Era febrero y en Madrid hacía un frío del demonio. Descarté una playa. No me gusta la sensación de volver moreno, cuando el resto anda como terrones de azúcar. Desentona. Y de pronto, se me ocurrió ¿y si me voy al epicentro del mundo? Me dio cierto reparo porque todos mis conocidos volvían enamorados de Nueva York y pensaba que entre tanta alabanza me podía defraudar. Entonces recordé cuando fui a ver 6 meses después de su estreno “El silencio de los corderos”, mascullando “no será para tanto…”. Me encantó, una obra maestra. Así que tomé un avión y salté el charco. Comprobé que con mi inglés de Gomaespuma salía del paso, que era imposible llamar la atención y que había estado en muchos de los lugares que luego visité… en las películas. 

Los primeros días me di la gran paliza. Impresionado por la aldea global, por la urbe cosmopolita, merodeé por el distrito financiero, me defraudó la estrechez de la famosa Wall Street, permanecí un rato sobrecogido en la Zona Cero, divisé alguno de sus más de mil quinientos rascacielos desde el Empire State, enloquecí en el Barrio Chino, patiné debajo del Rockefeller Center con música de Julio Iglesias de fondo, asistí al musical de Cats en Broadway, visioné las últimas noticias en los impactantes rótulos de Times Square, me perdí en alguno de los maravillosos museos de la City, compré ropa para un batallón, quedé seducido por el encanto del barrio de Greenwich con sus universidades y sus coloristas tiendas, estiré las piernas en Central Park, tomé un ferry hacia la Estatua de la Libertad y escuché la historia de la entrada de los emigrantes al Nuevo Mundo en la isla de Ellis. De vuelta a Manhattam paseé junto al río Hudson y me detuve en el edificio de las Naciones Unidas. Cogí el metro que nunca duerme y crucé el famoso puente para adentrarme en Brooklyn, del que retorné al hotel fascinado y exhausto. Me había gastado el dinerito en buenos restaurantes y tomado una copita en ciertos locales de moda. Me quedaban dos días y había estado en casi todos los puntos emblemáticos. Esta es la mía, me dije. Así que entre la neblina que surgía de una alcantarilla atisbé un taxi amarillo y lo paré. Un conductor dominicano me debió calar rápido, pues en perfecto spanglish me preguntó: ¿Dónde le llevo compadre? A cualquier rincón que respire baloncesto, le respondí. ¿Le gusta el basquetbol? Se giró sorprendido Walter, que así se llamaba el taxista. Pues prepárese que hay unos cuántos, chilló el moreno en medio del tráfico. De momento, vamos a la calle 33 esquina con la octava avenida. El Madison Square Garden, la Meca y el hogar de los Knicks. 




Los Knickerbockers

Llevaba un minuto en el auto y el tipo ya me había caído bien. Sin pedírselo había comenzado a contar atropelladamente la historia de los Knicks. Era una enciclopedia al volante, un torrente de datos. 

No son ni el equipo más victorioso (los Celtics) ni siquiera el más glamouroso (los Lakers), pero sí uno de los fundadores de la competición profesional americana que aún perviven, junto a los del trébol verde de Boston y a los Warriors, antaño ubicados en Philadelphia y ahora en San Francisco. Sin su presencia hubiera sido imposible la creación de la Liga y su desarrollo y expansión posterior. Durante la II Guerra Mundial Ned Irish, el propietario del palacio neoyorquino, había organizado con gran acogida encuentros de baloncesto universitario, así que Walter Brown y Al Sutphin, dueños de los equipos de Boston y Cleveland, le convencieron para que se sumara a la nueva idea. Su nombre “Knickerbockers” proviene de los pantalones bombachos que vestían los primeros colonos holandeses de la entonces Nueva Amsterdam. ¿Se los imagina?, se carcajea Walter.

Dos entrenadores han marcado su historia: Joe Lapchick y Red Holzman. 

Joe constituyó toda un referencia en la ciudad pues además de dirigir a los profesionales fue, antes y después, técnico de la Universidad de St. Johns. Un total de 29 años entre ambos y tres subcampeonatos iniciales con los Knicks. 

Holzman los puso en órbita y obtuvo los dos únicos títulos de la franquicia hasta la fecha. Armó un equipo con mayúsculas, de enormes jugadores que antepusieron el juego de conjunto a las individualidades. Baloncesto de manual, con defensa de grupo, movimiento constante de pelota, pantallas para todos, pases extras y tiros cómodos. A Willis Reed, la “Leyenda del Garden”, se le fueron uniendo Walt Frazier y Bill Bradley. Canjeó en un golpe maestro fundamental a Walt Bellamy por Dave DeBusschere (el mejor alero defensivo de la NBA, con una capacidad atlética y de liderazgo fuera de lo común). Junto a Cazzie Russell y Dick Barnett constituyeron el armazón que dio lugar al primer anillo en una de las series más emocionantes de la historia frente a los Lakers de Chamberlain, resuelta en un séptimo partido épico en el Madison. Willis Reed, a la postre mejor jugador del All Star Game, la temporada regular y las finales, no había podido asistir por lesión al sexto en Los Ángeles y su presencia se daba por descartada. Se vistió y salió a calentar y así lo reflejó Marv Albert el speaker del pabellón: “¡Aquí viene Willis! ¡El público está eufórico! Willis pasa por delante de la mesa de anotadores, toma una pelota. Los Lakers han dejado de lanzar, ¡ahora están observando a Willis!” Anotó las dos primeras canastas para luego sentarse y no volver a jugar. Fue el factor psicológico decisivo para sus compañeros, sus enfervorecidos hinchas y sus rivales. Walt Frazier tiró de clase para enmarcar una actuación legendaria con 36 puntos y 19 asistencias. En la calle era un dandy al volante de un Rolls Royce, ataviado con trajes a la última y sombreros de ala ancha. En la cancha a su elegancia natural añadía una defensa feroz. Eficacia y espectáculo todo en uno. A Willis Reed se le caía la baba con su compañero: “El balón es de “Clyde” (apodado así por su semejanza con el personaje de la película Bonnie and Clyde) y sólo nos deja jugar a nosotros durante un momento para que el espectáculo continúe”. Era la primavera del 70 y Walter recuerda emocionado como la gente inundó las calles. “Nunca vi a otro equipo jugar de esa manera”, confiesa nostálgico. Se rasca la cabeza y me suelta: ¿Cuándo todos anotan más de 10 puntos a quién defiendes? 


El siguiente año cayeron sorprendentemente en la eliminatoria ante los Bullets de Baltimore liderados por Earl Monroe, Gus Johnson y Wes Unseld y el título lo conquistaron los Bucks de los míticos Óscar Robertson y Lew Alcindor. Para el posterior ejercicio se reforzaron con Jerry Lucas y Monroe, pero no fue suficiente y los Lakers les hicieron morder el polvo. Fue en la 72-73 cuando se tomaron cumplida venganza de los angelinos, devolviéndoles el 4-1 de la campaña precedente para hacerse con el último título de los neoyorkinos. Esta vez “The Pearl” (“La Perla”) Monroe fue el artista que mandó en la serie. Woddy Allen, al que le va la vida con su equipo “que ganen los Knicks es tan importante como la existencia humana”, le rescata como su jugador predilecto, llegándole a comparar con Marlon Brando. Su dominio de balón, su habilidad anotadora o sus maravillosos lanzamientos en singulares escorzos, hacían de Monroe el mejor instrumentista de jazz en una cancha de baloncesto. Su compañero en los Bullets, Ray Scott, llegó a decir que Dios no podría en uno contra uno con Earl.

Y de ahí en adelante… la travesía del desierto. Ingente cantidad de dinero invertido en jugadores y técnicos de postín, pero mi taxista dominicano tiene su propia teoría: “Si Red Auerbach no hubiera emigrado con sus puros a Massachusetts para hacer grandes a los Celtics… otro gallo hubiera cantado. Lo que sí tengo claro es que el jugador más inteligente que ha pisado una cancha de baloncesto, lo hemos tenido aquí”. Y en estas Walter se envalentona y prosigue con la vida y milagros de Bill Bradley.



El Senador

Para el que no la conozca, y más en los tiempos que vivimos, la historia tiene su miga. Nacido en el estado de Missouri, a orillas del Missisippi, en el seno de una familia de clase media-alta (su padre era el presidente del banco local), demostró gran afición por el baloncesto y una singular pasión por los estudios. Al terminar el bachillerato desechó las becas que las más afamadas universidades del país, a nivel de baloncesto, le ofrecían y se decantó por el mejor proyecto académico para recalar en Princeton, Nueva Jersey, el centro académico, hasta la fecha, con la mayor cantidad de premios Nobel del planeta. Se tuvo que pagar la matrícula y la manutención, pues el college sólo ayudaba a los buenos estudiantes que despuntaban en el deporte y que carecían de medios económicos para sufragarse una carrera. A las órdenes del ex-jugador profesional Van Breda Kolff, promedió en sus cuatro años de estancia 30 puntos por partido, siendo “All American” (mejor quinteto) en tres ocasiones y jugador del año en 1965, cuando llevó a su equipo a la “Final Four” en Portland, donde fue eliminado por la incomparable UCLA de John Wooden. En el 64 había sido el capitán (y jugador más joven) de la triunfal selección estadounidense en los Juegos Olímpicos de Tokio. Sus dotes de líder ya habían apuntado en el campus, donde fue elegido por mayoría presidente de la Asociación de Estudiantes.

Una vez graduado con notas sobresalientes en Historia Americana, cuando toda estrella universitaria se frota las manos y la cartera con su paso a profesionales, Bill dejó al país boquiabierto. Postergaba dos años su entrada en la Liga para disfrutar de la beca Rhodes en Ciencias Políticas y Económicas que la universidad inglesa de Oxford le brindaba. La insigne institución, reconocida por su histórica rivalidad en remo con Cambridge, consideraba el baloncesto un deporte menor, secundario. 

Me vinieron a la memoria los tres excelentes artículos del gran Miguel Ángel Paniagua, en la revista Gigantes. Amén de las relumbrantes marcas anotadoras que allí obtuvo, del logro que más se enorgullece Bradley es que su deporte pasó de secundario a convertirse en principal, en “full-blue”, en completo, con lo que sus jugadores tienen el honor de vestir desde entonces una chaqueta azul, con el escudo de la Universidad, que supone una distinción reconocida en todas las Islas. 

Ahí no quedó la cosa, pues durante su permanencia en el Reino Unido, la Simmenthal contactó con Bradley para que participara como foráneo en la Copa de Europa. Entrenaba con el club lombardo los fines de semana y viajaba los días de partido a la localidad europea que correspondiese. En la ciudad de la universidad más antigua del Viejo Continente, en Bolonia, el americano ayudó con sus 14 puntos a conquistar para el Olimpia Milan su primer entorchado europeo. Se impusieron 77 a 72 a los checos del Slavia Praga y en la rueda de prensa posterior Bill agradeció sinceramente a los periodistas las críticas que éstos habían vertido al poco de su llegada, pues le obligaron a trabajar más duro para sobreponerse. 

Por fin los de Nueva York (que lo habían elegido en el segundo puesto del draft) pudieron disfrutar de su magnífica lectura del juego, de su enorme visión periférica (Holzman le adaptó su jugada colegial, la Princeton Tiger) y de su excelente mano, pese a que sus promedios anotadores, por encima de los 12 puntos y 3 asistencias, ni se acercaron a los realizados en la universidad. Dio igual, era mucho más. Se convirtió en el líder espiritual de unos Knicks únicos, ganadores, que se convirtieron en el paradigma de juego de equipo. Su amigo y compañero de habitación por entonces, y otrora victorioso entrenador, Phil Jackson, alababa su inteligencia, su concentración, su juego sin balón, para definirle como el “pegamento que unía a aquellos Knicks”. Concluído su décimo año como profesional, Bradley decidió poner el punto final a su carrera deportiva para iniciar una extensa andadura política que le llevó a ser senador demócrata durante 18 años e incluso a competir con Al Gore en las previas a las elecciones por la presidencia. En el año 99, este hombre de mente preclara y valores excepcionales, publicó un libro, “Values of the game”, que pronto se convirtió en un best seller de referencia. 


El Rey

El tráfico no avanza, pero la amena conversación de Walter hace que el tiempo vuele. Se me ocurre preguntarle si ha tenido un ídolo y ahí se explaya. “Mire jefe a nosotros nos han dado calabazas Wilt Chamberlain, Lew Alcindor (luego Kareem Abdul Jabbar) y recientemente Lebron James. En el 85 preferimos a Pat Ewing en lugar de a Michael Jordan, que encima era de Brooklyn, pero nosotros hemos tenido nuestro rey, y aún sin corona, a ese no nos lo va a quitar nadie”.

Han pasado una porra de años y para muchos neoyorkinos Bernard King sigue siendo su jugador favorito. Otro hijo del barrio de Brooklyn, su carrera fue un tobogán repleto de altibajos, de serios incidentes con la ley, lesiones gravísimas y actuaciones individuales descollantes con records de anotación. Su exitosa etapa universitaria en Tennessee, donde promedió 25,8 puntos, se vio empañada por continuos episodios delictivos (fue detenido por el robo de un televisor y arrestado por allanamiento de morada y posesión de marihuana). Elegido por los Nets en el puesto nº 7 del draft del 77, su veloz y letal suspensión impactó muy pronto en la liga, destacando como un anotador compulsivo (24,2 puntos en su temporada de debut). Tras dos campañas en Nueva Jersey entró en un traspaso múltiple y llegó a la franquicia de Utah. Sus adiciones se acentuaron en el estado mormón, donde fue acusado y declarado culpable de dos delitos sexuales. Sólo jugó 19 encuentros para los Jazz, que pronto le pusieron rumbo a San Francisco. Entró en varios programas de rehabilitación para salir de la droga y el alcohol y se reencontró en Golden State, con promedios superiores a los 20 puntos. Pero fue en NY donde alcanzaría el estrellato y el cariño de una grada que le idolatró. Capaz de anotar dos noches seguidas más de 50 puntos o de disfrazarse de Santa Claus y establecer la marca histórica de la franquicia un día de Navidad, yéndose a las seis decenas. Era un tres moderno con un magnífico juego al poste bajo y un devastador tiro exterior que le llevó a liderar la lista de anotadores del campeonato con 32,9 puntos en la temporada 84/85, al final de la cual se destrozó la rodilla izquierda en un partido frente a los Kansas City (hoy Sacramento Kings). Los médicos le daban por desahuciado para la práctica del deporte, pero el antaño díscolo jugador demostró carácter. Creyó al médico del club, Norman Scott, que le propuso utilizar ligamentos de la cadera y el muslo para restañar el tendón perdido, y se machacó en la sala de fisioterapia y el gimnasio durante los 25 meses siguientes a razón de cinco horas los siete días de la semana. Un Madison emocionado fue testigo de su reaparición frente a los Bucks una noche de abril del 87. Disputaría los últimos seis encuentros de la temporada, con más de 22 puntos por choque. Sin embargo, el nuevo y flamante entrenador, Rick Pitino, un icono de los banquillos universitarios amante del ritmo atroz y de la defensa extenuante en toda la cancha, desechó su renovación. Con el orgullo tocado marchó a los Washington Bullets. Se le metieron entre ceja y ceja dos objetivos: llegar a los 50 puntos en un partido y volver a ser All Star. Por supuesto que alcanzó ambos y vivió su noche más dulce en su ciudad, ante su gente, en su Madison: les hizo 49 puntos a los Knicks con la grada entregada a su mito.

La Cenicienta

Como todavía queda un trecho para llegar a nuestro destino no me resisto a preguntar a mi conductor por la última sensación mediática de los de Nueva York (con permiso de un superclase como D. Carmelo Anthony), Jeremy Lin. El chino como le llama Walter, aunque sea de ascendencia taiwanesa, representa como nadie la fábula, que tanto gusta a los norteamericanos, del éxito de un desconocido en la tierra de las oportunidades. 

Ninguneado primero por las mejores universidades (se graduó en Harvard, de prestigio académico, pero escaso bagaje deportivo) y después por los pross (no entró en el draft), se tuvo que buscar la vida en las ligas de verano con los Mavericks, aunque finalmente fueron los Warriors los que le hicieron su primer contrato profesional después de asistir al repaso que dio al nº1 del draft, John Wall, en Las Vegas. Su concurso con los de San Francisco fue bastante testimonial. En el año del lockout, con la lesión de Baron Davis los Knicks contrataron a LINsanity “La locura por Lin”, y la plaga de desgracias físicas se extendió a Melo y Amare Stoudemaire. Jeremy parecía un simple temporero más en la Gran Manzana (ni siquiera alquiló vivienda propia, sino que se acomodó en la de su hermano), pero en una semana de febrero saltó la banca: 25 puntos y 7 asistencias ante los Nets de Deron Williams, 28 puntos y 8 asistencias sobre los Jazz de Devin Harris, 23 puntos y 10 asistencias con los Wizards de John Wall como oponentes y 38 puntos y 7 asistencias que le sacó del anonimato en el que Kobe Bryant y sus Lakers le mantenían. El mundo a sus pies en seis días. De paso salvó el culo a su entrenador Mike D´Antoni y se coló en los titulares de los principales periódicos y revistas de la nación como Time o Sports Illustrated. Un cromo suyo firmado valía 1.200 dólares. Su excelente lectura de juego, su capacidad para crearse sus tiros y su habilidad para encontrar al compañero mejor situado habían enamorado a la afición más exigente del país. A final de temporada había quórum: la directiva, el entrenador, el jugador y sobre todo los hinchas, estaban de acuerdo, Lin debía permanecer en Gotham. Pero el cuento no tuvo el final esperado: los Knicks decidieron, apoyados en un informe financiero, no igualar la propuesta que los Rockets pusieron encima de la mesa por el jugador. Los de Houston obraron con gran inteligencia al desglosar la oferta: 5 millones de $ el primer año, 5,2 el segundo y 15 en el tercero. En ese último apartado residió la clave del negocio: la cifra que cobraría al cierre del trienio, si se unía a los salarios ya pactados con las otras estrellas del conjunto, haría dispararse el impuesto de lujo y los de Nueva York decidieron hacerse a un lado. Una pena, pero el business mandó Lin a Texas.



El villano

Sin apenas darme cuenta llegamos al Madison. No es día de partido y no creo que me entretenga mucho tiempo. Walter me emplaza para llevarme de vuelta y acepto. Gasto una hora en el pabellón,: visito los vestuarios, me entretengo en la tienda, pero no pico nada, me siento a tomar un café y hasta que pasan cinco minutos no reparo en uno de los clientes/aficionados de la mesa de al lado, su fan más furibundo, el director de cine Spike Lee que no para de gesticular. A la salida mi taxi ya espera y cuando al relatar mis andanzas por el Garden llego a la parte de la cafetería, Walter se revuelve exasperado. No puede ni ver al personaje, lo menos que le dice es pintón. Le tiene tirria desde las eliminatorias frente a los Pacers de los años 94 y 95. Los duelos han pasado a la historia por su dureza y emotividad con un protagonista estelar: el fantástico Reggie Miller que se hacía grande en los playoffs (tiempo de Miller, tiempo de un killer, que diría nuestro añorado Montes), cuando los niños se hacen hombres. Miller era un asesino de primera, un tirador letal y un provocador muy listo. Olía la sangre a leguas de distancia. De jovencito le tocó sufrir a su hermana Cheryl, una de las mejores jugadoras que ha dado este deporte y una competidora nata. Reggie acaudillaba a los Pacers en un estado que amaba el baloncesto desde la cuna. En los pueblos, institutos y universidades de la región más que un deporte era una religión. Contraviniendo la opinión popular, el entonces gerente de la franquicia, Donnie Walsh, se había decantado en el draft por el fino alero proveniente de UCLA en lugar de la estrella universitaria local, Steve Alford., pero pronto los resultados le dieron la razón. 

Dos equipos casi simétricos, los Knicks y los Pacers, comandados por dos maestros, Pat Riley y Larry Brown se plantaron en la final de la Conferencia Este del año 94. Eran duros, muy duros. Tenía mano para tirar y para repartir estopa. No hacían prisioneros y como se presumía su enfrentamiento devino en una batalla sin cuartel. La prensa neoyorkina había infravalorado el potencial de los Pacers, tratándolos poco menos que de pueblerinos y éstos estaban picados. Los Knicks se adelantaron 2-0, pero los de Indiana restablecieron la igualdad en casa. El 5º partido de aquella eliminatoria supone una de las mayores demostraciones individuales de un jugador. Los locales mantenían cómodas ventajas hasta que desde su asiento de primera fila Spike Lee comenzó a instigar a Reggie Miller. Sus burlas, bravuconadas e insultos despertaron a la bestia que afinó la puntería, convirtiendo canastas imposibles y tiros lejanísimos. Además de contestar con puntos, el angelino respondió con gestos al cineasta, primero simulando estrangularle y luego agarrándose el paquete. Hizo 25 tantos en un último cuarto de videoteca, pero la prensa local hizo responsable a Spike de la debacle. Si los Knicks no hacen la machada de imponerse con cierta holgura en Indiana y rematar la faena en NY con final emocionantísimo en el que los Pacers tuvieron opción de tiro ganador que erraron, el director no vuelve a pisar “La gran Manzana”.

Había nacido una rivalidad y los dos conjuntos se aguardaban en los cruces del año siguiente. Los Pacers adquirieron de los Clippers a un antiguo héroe local que había salido de su casa por la puerta de atrás y tenían muchas ganas a los Knicks. Mark Jackson, un base clásico que sabía lo que se hacía. En el primer encuentro con 18,7 segundos por jugarse y 105-99 en el marcador, el Madison celebraba la victoria. Lo que de ahí al final pasó es historia con mayúsculas: jugada de banda y triple de Miller a falta de 16,4 segundos. Anthony Mason entrega el balón en el saque de fondo a Reggie que en lugar de lanzar, se gira, retrocede hasta la línea de tres y anota otro triple. Empate y 13,2 segundos. Falta sobre John Starks, al que Miller sacaba continuamente de quicio. En el Madison se oía el vuelo de las moscas. Falla los dos tiros libres, Pat Ewing coge el rebote, pero yerra el lanzamiento y Miller recibe personal de Mason al recoger el rechace. Encesta los dos lanzamientos y en el ataque final Greg Anthony se trastabilla y no llega ni a lanzar. Lo nunca visto. Tras distintas victorias locales y visitantes el guión volvía a deparar un séptimo partido en el Garden. Los Pacers se fueron de 15 puntos, pero los Knicks apretaron para recuperar terreno. Starks los acercó a dos puntos con un triple restando medio minuto. Mark Jackson desperdició la oportunidad de sentenciar y a Ewing se le salió una bandeja increíble que hizo regodearse a Reggie “por el placer de verles perder y encima en NY”. La ciudad encontró un villano en Miller y Walter una diana en Spike Lee a la que siempre dispara. 

El baloncesto callejero y sus leyendas

Al dejarme en el hotel, el dominicano me sorprendió con su propuesta. Al día siguiente libraba y me quería enseñar “el otro Nueva York”. No sé muy bien a qué se refería, pero me llamó la curiosidad y accedí. 

Como a Miss Daisy, el gran Walker me dio un paseo en su taxi por los míticos parques de NY donde se practica el mejor baloncesto urbano del planeta. 

En Rucker Park con su célebre torneo de Enterteiner´s Basketball Classics (EBC) me habló de “The Goat” Earl Manigault, al que Kareem Abdul Jabbar en su retirada señaló como el mejor jugador al que se había enfrentado. En Harlem es un mito, una cancha lleva su nombre y con el tiempo intentó alejar a los chavales de las drogas (que tanto daño le hicieron) a través del basket. De otra gloria de las calles, Rafer Alston o “Skip to my Lou”, apodado como la conocida nana porque dormía a sus rivales mientras botaba el balón, cuenta la leyenda que tenía tantos adeptos que uno de los días de partido llegó a colapsar el metro de NY. Su maravilloso dominio de balón y su inagotable imaginación tenía un efecto hipnotizador entre sus partidarios y oponentes, a los que podía llegar a ridiculizar con cualquier virguería sólo al alcance del mejor malabarista. Se le diagnosticó el Síndrome de Asperger, pero el Rucker era su dominio y And1 aprovechó para editar una serie de DVD recopilatorios de sus mejores jugadas, los And1 Mixtape, que causaron furor. Su carrera en la NBA no fue rutilante, pero con el tiempo fue ganando solidez a partir de 2006 especialmente en Houston y Orlando. De otro de sus iconos, Joe Hammond, dicen que rechazó una oferta de los Lakers por más de 500.000 $, argumentando que ganaba más jugando en la calle. Todavía nadie ha superado su record de 74 puntos. En su momento se decía que el que no había dominado en el Rucker no era jugador el baloncesto. Por allí, ha pasado lo mejor del baloncesto aficionado y profesional americano (excepto Michael Jordan). Ahora diez calles más abajo, el prestigioso Tri-State Classic le ha comido la tostada al EBC, con su famosa “batalla de los barrios”.

Nos adentramos en el corazón de Harlem para entrar en otro de los puntos calientes del basket de Gotham. Junto a los edificios del King Towers Proyects se ubica la cancha que acoge desde más de dos décadas el reputado Kingdome Clasicc y surgen muchos más nombres.

Aluciné cuando me llevó a la playa del Bronx y ahí me enseñó Orchard Beach, donde se celebra el Hoops In The Sun. Allí se extendió con la vida de Lloyd Danields, otra leyenda, al que a mediados de los 80 comparaban con Magic Johnson. Su vida era los playgrounds, el alcohol y la droga, y la salvó de milagro tras recibir tres balazos. En su día Tarkanian lo reclutó para UNLV, pero le pillaron con crack en una redada. Después recorrió ligas menores de medio mundo. Todavía para algunos es el mejor jugador que ha pisado las canchas de Nueva York.

Para el postre Walter se ha reservado la guinda del pastel. Nos trasladamos al Uptown, al barrio de Washington Heights, con el parque Monsignor Kett Playground (aquí la estrella es otro jugón, el base dominicano Adris “too hard to guard” Deleon, que dio un curso en su último pique al crack profesional Brandon Jennings). Es el barrio dominicano y en su campo de juego no hay capacidad para más de 1.500 personas. Su ambiente probablemente sea el más caldeado (entre trompetas, tambores y banderas) de toda la ciudad y su torneo, el de Dyckman, se convirtió en verano de 2011 en el mejor evento de los disputados nunca en “La Gran Manzana”. En el maravilloso y muy recomendable libro “El partido que cambió la historia”, Antonio Gil lo relata con pelos y señales. Nike aprovechó el cierre patronal de la NBA para hacer un equipo de ensueño con una selección de los mejores jugadores callejeros y retó al resto. Puso un cheque de 5.000 $ al rival que lo batiera y una diana en la espalda de sus patrocinados. Todos les tenían ganas. La sensacional campaña de marketing hizo lo demás. Cayeron en dos ocasiones, llegó a jugar para ellos incluso Kevin Durant, pero en la final ante el otro gran equipo, Ooh Way Records, se impusieron por un resultado ajustadísimo ante una marabunta de gente.  

Se ha hecho tarde y nos ha entrado el hambre. Quiero invitar a comer a mi anfitrión y  me lleva a un pequeño restaurante de su barrio, el encantador Brooklyn. Entre unas deliciosas costillas asadas y una enorme hamburguesa me hace una confesión. El deporte que le gustaba de crío era el beisbol, pero desde que el innombrable (Walter O´Malley) se llevara a los Dodgers en 1957 a Los Ángeles no ha presenciado un sólo partido del deporte del bate en directo. El personaje resultaba tan odiado que circulaba un chiste. Le preguntaban a un hincha del equipo qué haría en una habitación si portara una pistola con dos balas en el cargador y estuviera junto a Hitler, Stalin y O´Malley. Sin pestañear el aficionado dijo que le pegaría los dos tiros al dueño de la franquicia.

Así que aunque a Walter, mi taxista dominicano, el multimillonario ruso Mikhlail Prokorov le haya plantado en su barrio a los Nets, le haya construido un pabellón idílico con el Barclays Center y recientemente haya tirado la casa por la ventana por los célticos Garnett y Pierce, él ya no mudará de chaqueta. Seguirá aferrado a su Knicks y a la mística del Garden. Cuestión de sentimientos, qué le vamos a hacer.  

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