El protagonista de hoy es toda una referencia de nuestro universo baloncestístico pero, como argüía Javier Limón sobre los Beatles en su maravilloso programa musical “Un lugar llamado mundo”, no por el tiempo transcurrido sino por el que todavía le queda y por el poso dejado que trasciende generaciones.
En la actualidad, contagia alegría el Madrid de Pablo Laso al amparo de un modelo tradicional: defensa, contragolpe y sencillez en ataque. El patrón, tan académico como romántico, lo creo heredero del estilo que hace décadas preconizó Ignacio Pinedo. No garantiza títulos (ninguna patente los certifica), pero sí llena las canchas, enamora a los aficionados y atrae a los indecisos. Hoy abordo la figura de Pinedo, que junto a Eduardo Kucharski, Pedro Ferrándiz y Antonio Díaz Miguel marcaron, entre otros muchos, el devenir del deporte de la canasta en sus primeros 50 años de existencia en España. No fue un revolucionario en cuestiones tácticas, no ideó ningún sistema ciertamente novedoso. Su éxito se cimentó en el conocimiento y motivación de los jugadores, en la hábil gestión de grupos y en su formidable dirección de equipos. Vamos lo que ahora viene a ser el tan traído “coaching”. Pinedo nunca estuvo tan de moda como en los tiempos modernos, que diría Chaplin. Siempre fue un adelantado.
Jugador en la postguerra
De familia bien, nacido en San Sebastián e hijo de padre español y madre francesa, tuvo su primer contacto con la canasta en el colegio Liceo Francés de Madrid donde estudiaba. Allí coincidió con un chico serio de grandes dotes organizativas (Raimundo Saporta) y otro muchacho guasón (Arturo Imedio) que le acompañaría durante su etapa de jugador. Con 14 años Saporta compraba el material deportivo a plazos en Casa Melilla, inscribía a los distintos equipos y se encargaba de todos los trámites administrativos con la Federación. El Liceo jugaba en la calle Marqués de la Ensenada, frente al Palacio de Justicia, y utilizaba como cancha de entrenamiento una instalación techada en un chalet de la calle Serrano esquina López de Hoyos que había pertenecido a los Marqueses de Urquijo y que luego pasó a ser propiedad de la Embajada Francesa. El equipo femenino atrajo también gran cantidad de público: a sus virtudes baloncestísticas unía un uniforme subversivo para la época; jugaban con pantalón corto, en lugar de la tradicional falda pantalón. Llegó una recomendación para cambiar el vestuario, que fue desoída por el club.
En 1944 Ignacio fichó por el SEU y quedaron campeones de Castilla por delante del América de los hermanos Alonso. Supuso un apeadero fugaz: al año se volvió al Liceo que con el tiempo se convertiría en una alternativa a los grandes de Madrid. Hicieron un equipo de campanillas. A los estudiantes del propio colegio se les sumaron algunos de los mejores jugadores de la región atraídos con un cebo poco común entonces: una vez al año realizaban una gira por Francia sufragada por los distintos clubs locales. En 1950 alcanzaron las semifinales del Campeonato de España y un año después ganaban el Campeonato de Castilla “un equipo ordenado en el que cuatro de sus jugadores se llamaban Imedio, mientras que en el Madrid cada uno se llama como le da la gana”, escribía irónico el cronista de ABC. Efectivamente al núcleo familiar formado por Carlos, Alfonso, Luis y Arturo, se les unía Pinedo, Vías, Ribé, Jiménez y Perea, dirigidos por Ramón Urtubi. Los liceístas aceptaron jugar en “campo neutral”, en el frontón Fiesta Alegre a cambio de 2.000 pesetas y se impusieron a los blancos, que les habían arrebatado a su mejor jugador, el puertorriqueño “Willo” Galíndez. En la temporada 52-53 su amigo Saporta se llevó a Pinedo al Madrid, que por entonces pagaba (Borras y Galíndez ganaban 5.000 pesetas al mes, el resto diez duros por partido ganado y veinte si pasaban de 100 puntos) y “tenía duchas de agua caliente”. En tres años disputó tres finales de Copa ante el Juventud de Badalona, imponiéndose en la segunda.
La Selección y el Mundial de Argentina
Cual personaje de “Un tiempo entre costuras”, Pinedo se estrenaría en Tetuán, en el antiguo Protectorado Español, como jugador de la Selección Española un 22 de mayo de 1949. Su fácil debut ante Portugal coincidió con el de Andrés Oller (héroe badalonés con su canasta final en la Copa de España del 53) y Carlos Piernavieja, insigne periodista de Marca, polifacético atleta (récord nacional de natación e internacional en cinco disciplinas deportivas) y alma mater del Canoe (junto a Cholo Méndez).
A principios del año venidero se contrató a Michael Rutzgis, excelente técnico (introdujo el juego con bloqueos) y gran persona, pero con una desmesurada afición al alcohol. Tenía una bella esposa, que según contaba Martín Tello bebía los vientos por el joven Pinedo. Chapurreaba el castellano, decía “tiros libros” y tenía su gracia: una vez a Ángel González, que no jugaba nunca, le dijo “Gonsales, si queda un minuto y ganamos de un punto y te digo ¡Gonsales rapid!, quiere decir Gonsales, rapid para la ducha”. En el torneo de Niza, España se ganó por derecho propio la plaza (con la postrera canasta de “Met” Ferrando, tras tiempo muerto y padrenuestro ante Bélgica) para el primer Mundial de la historia que habría de celebrarse en Argentina en octubre de 1950. Desde la FIBA, William Jones, alto funcionario de la UNESCO y alumno de Naismith en Springfield, apostó por el país sudamericano como sede del evento. Europa se estaba recomponiendo de los desastres de la Gran Guerra, en Estados Unidos entre su naciente campeonato profesional y su consolidado universitario tenían bastante y Perón demandaba para su pujante nación un acontecimiento que ensombreciera el Campeonato Mundial de fútbol que organizaba el vecino Brasil. Y para allá que volaron los españolitos junto a los franceses a bordo de un cuatrimotor a hélices en un trayecto de 36 horas con escalas en Lisboa, Dakar, Natal y Río de Janeiro. Previamente en la concentración de Toledo, Rutzgis había obligado a Ferrando, Pinedo y Bárcenas a afeitarse los bigotes por consejo del cachondo de Kucharski.
El certamen supuso un fracaso deportivo para los nuestros, pues sólo se ganó un partido por la incomparecencia de la Yugoslavia del General Tito, y una enriquecedora experiencia personal con multitud de anécdotas. El equipo llegó muy diezmado sin la presencia de los puertorriqueños Galíndez y Borras por la protesta previa francesa, cansado al aterrizar un día antes del comienzo de la competición y sin conjuntar (incluso un tal Álvaro Salvadores que jugaba en Chile se incorporó a la concentración en Buenos Aires). Argentina, con Óscar Furlong y Ricardo González como estrellas, se hizo con el oro ante el combinado americano en un atestado Luna Park. Los españoles se quedaron otros diez días allí (la frecuencia de los aviones no era la actual) y disfrutaron y ligaron lo suyo. Pinedo relataba décadas después en Superbasket que una chica le llamó diciendo que le había visto jugar y que quería salir con él. Como era suplente y su presencia fue testimonial Ignacio la contestó: “Querrás decir que me has visto en el banquillo”. “Si, si, el tercero del banco”, replicó interesada la muchacha.
El desastre implicó que España renunciara a competir en el Europeo de Paris de 1951 y en los Juegos Olímpicos de Helsinki en 1952. En adelante Pinedo cobraría protagonismo y se consagraba como alero anotador, pero al hacer oficial su retirada como jugador, Jacinto Ardevínez en una decisión controvertida decidió no convocar ese verano a los históricos Pinedo y Juanito Dalmau para los Juegos Mediterráneos de Barcelona 1955 en lo que supondría el primer gran éxito de nuestro deporte. El oro encumbraría a Joaquín Hernández y a Jordi Bonareu.
En entrevistas posteriores la memoria de Ignacio traía multitud de sucesos relacionados con los antediluvianos viajes: “Cuando aterrizábamos después de un viaje peligroso, el General Querejeta (presidente de la Federación) gritaba ¡Arriba España! Entonces Gómez y Lozano cantaban el himno de Infantería y el general le decía al entrenador “Esos dos que no falten. Hay que dar espíritu al equipo”. Su amigo Arturo Imedio le metía el miedo en el cuerpo antes de subirse al avión: “Llegamos a las 8 a Barcelona o nos vemos a las 7 con San Pedro”. Las comidas, tan exiguas por entonces, también tenían lo suyo: “Cuando nos ponían solomillo siempre había falsas llamadas de teléfono. A la vuelta el protagonista se encontraba el plato vacío, con lo que optamos por escupir encima cuando nos reclamaban”.
Entrenador del Real Madrid
Convencido por Don Raimundo (Pinedo era el único que le tuteaba), colgó las botas para en la temporada 55-56 dedicarse en exclusiva a la dirección técnica del equipo y vivir y ganar una de las finales de Copa más polémicas de la historia, pues con tanteo 53-54 favorable al Aismalíbar barcelonés los árbitros pitaron una clara falta a Riera que a todas luces pareció fuera de tiempo. Cuando Máximo Arnaiz, delegado madridista, se dirigió a la mesa de anotación para intentar manipular el cronómetro, Kucharski se abalanzó sobre él y le sacudió un puñetazo. Se lió la marimorena, Alcántara sólo convirtió uno de los dos tiros libres que llevaron el encuentro a la prórroga dónde se impusieron con claridad los merengues ante un rival ya muy mermado.
Saporta, mano derecha de Bernabéu en el Real Madrid, se había hecho fuerte en la Federación de Baloncesto como presidente de la C.O.I. (Comisión Organizaciones Internacionales). Ideó e impulsó la primera Liga Nacional en la temporada 56-57. En su primitivo formato la competición la disputaron 6 equipos (4 catalanes y 2 madrileños). Dados los escasos medios, los equipos habían de viajar por parejas y aprovechar el fin de semana para jugar dos partidos. La Federación asumió los gastos de desplazamiento, estancias, arbitraje y alquiler del Frontón Fiesta Alegre en Madrid y del Palacio de Deportes en Barcelona. A cambio recibió los ingresos procedentes de lo recaudado en las taquillas. Como la aventura se saldó con beneficios (40.065,65 pesetas), éstos se repartieron entre las federaciones española, catalana y castellana y los clubs participantes en la proporción que establecía su clasificación final.
El Real Madrid llegó a las semifinales de la primera edición de la Copa de Europa, pero en el 58 el General Franco negó el permiso para el traslado a Riga y vedó a los letones (entonces rusos) el visado para entrar en la Península Ibérica. La política truncó la trayectoria europea del Madrid, que a nivel doméstico se hizo con las dos primeras ediciones del campeonato liguero y con una Copa de España, si bien la derrota frente al Juventud en la segunda final, tras desperdiciar una renta de 11 puntos a falta de dos minutos, le costaría el puesto a Pinedo. Con 62-60 el gran Alfonso Martínez cometía una absurda personal que llevó al verdinegro Jorge Parra a la línea de tiros libres con el cronómetro a cero. La conversión de los mismos conduciría a una prórroga donde la Penya se haría con el título. Ignacio entendió su decapitación como injusta y tiempo estuvo sin hablarse con su compañero de clase del Liceo. Saporta ofreció el cargo a Pedro Ferrándiz que lo había bordado en el Hesperia, pero éste desechó el ofrecimiento. El puesto lo ocupó Ardevínez: una temporada sin trofeos significó su cese fulminante y una nueva proposición que esta vez Ferrándiz aceptó, con el resultado de todos conocido (“los títulos le salieron por las orejas”, como llegó a afirmar sin rubor el levantino). Pinedo se sintió traicionado por el joven al que había ayudado y tutelado desde su llegada desde Alicante. Ya nada sería igual entre ambos: “Yo me porté muy bien con él y no puedo decir que existiera correspondencia. Le traje, le enseñé los principios del baloncesto… Caso típico en que el alumno rebasa al maestro”, subrayaba en alguna entrevista el vasco.
Estudiantes
Pinedo, un tanto escamado, abandonó el baloncesto de élite para dedicarse a su otra gran pasión, la enseñanza (dio clases de francés, entre otros centros, en el Liceo y en el Tajamar), hasta que la llamada de José Hermida en la temporada 65-66 le devolvió a la vida. Durante 8 campañas encontró en la entonces prolija cantera del Ramiro soluciones a la desbanda que cada fin de curso se producía. Los grandes de la liga ofrecían pasta de verdad y contratos profesionales… en La Nevera, barra libre a los jugadores tras los entrenos (hasta que Ignacio logró canjearla por una remuneración testimonial de 200 pesetas) y la posibilidad de conciliar deporte y estudios. La claque estudiantil abrazó como suyo el juego postulado por el avezado técnico: para paliar las carencias de altura de los suyos, defensa y contraataque a muerte desde un espíritu guerrillero y un ritmo infatigable e innegociable. Amalgamaba las defensas presionantes en todo el campo con las estrategias zonales. Abría el campo dando vía libre al talento de sus exteriores. Y los resultados llegaron.
En su segundo año, le dio el disgusto de su vida a Ferrándiz. En el derby, dos canastas de Emilio Segura una mañana de San José privaron al alicantino (por única vez) del título liguero que fue a parar a las huestes del Juventud de Badalona. Jugador y técnico terminaron paseados a hombros en La Nevera. Fue el entrenador del combinado nacional que obtuvo la plata en el original y único Campeonato Mundial para jugadores por debajo de los 180 centímetros disputado en Barcelona. Tras el calamitoso Europeo Senior de Helsinki 67, Saporta le ofreció el cargo de seleccionador de la absoluta, pero Ignacio lo rechazó y Díaz Miguel continuó en el puesto e hizo historia hasta los Juegos Olímpicos de Barcelona.
En la temporada 67-68 el Estu rozó el Campeonato. Con un balance de 16 victorias y 4 derrotas logró la segunda posición. Con el éxito, desbandada general a final de curso: Vicente Ramos emigró al Madrid, Aíto al Barsa y Cifré al San José, El mago siguió sacando conejos (jóvenes talentos) de la chistera: Miguel Ángel Estrada y Gonzalo Sagi-Vela ascendieron de las categorías inferiores y se trajo al excelso Víctor Escorial del Vallehermoso. Y aunque parezca irreal, dadas las estrecheces de los colegiales, Estudiantes tentó al gran Kresimir Kosic, pero las autoridades yugoslavas no dejaban salir a sus figuras hasta cumplidos los 28 años.
Pinedo frotó su lámpara para alumbrar “el primer siglo de oro estudiantil”. Vivió el cierre del techado de La Nevera, la inauguración de Magariños, el paso al seudoprofesionalismo, el primer patrocinio con su correspondiente publicidad en las camisetas (Estudiantes Monteverde) y las Bodas de Plata de los del Ramiro con la vuelta del legendario José Ramón Ramos. En su último año (campaña 72-73) incluso hizo debutar a su hijo Nacho, que posteriormente se consolidaría como un buen base en el primer equipo. Un cuarto puesto y el subcampeonato de Copa no pareció suficiente a la directiva para renovar al “zorro plateado”. En su lugar, contrató a otro histórico, Chus Codina, para dirigir al EuroEstudiantes. Su buque insignia, Juan Antonio Martínez Arroyo, pone en valor en un excelente artículo de Dioni López para ACB.com el trabajo de su técnico: “Pinedo es el entrenador de más calidad que he tenido. Tenía las ideas muy claras para adaptarse a las altas y bajas y todos los años confiábamos en que a él se le ocurriera algo”. Palabra del base posiblemente más inteligente que haya pisado una cancha en España.
Nuevamente Saporta se cruzó en su camino y le brindó una oportunidad insospechada. La mítica e irrepetible Ita Poza había dejado de entrenar al Creff Hola. Saporta había tomado tanto cariño al club, uno de los principales estandartes del basket femenino madrileño y patrio, que intentó convencer a Bernabéu para habilitar la sección en el cuadro blanco. Don Santiago no tragó, pero de hecho jugaban sus partidos europeos en la antigua Ciudad Deportiva. Así Ignacio accedió al planteamiento de su amigo para formar el binomio técnico junto a Luis Chana: éste era el entrenador de facto durante la semana y aquel dirigía los partidos. El tándem condujo a un destino exitoso con la obtención de la Copa ante el favorito Mataró (64-48) y un meritorio tercer puesto en Liga. Su fugaz escarceo dejó huella: “Trabajar con Pinedo fue un lujazo, porque tenía un concepto muy revolucionario del baloncesto”, declara la entonces jugadora y hoy presidenta Teresa Pérez Villlota.
La Junior o el sitio de su recreo
Pinedo confesó que “el baloncesto es una droga, una adicción para toda la vida”. Y si hubo un lugar donde disfrutó de la enseñanza de su deporte ése fue la selección nacional junior que comandó durante 15 años. Gozó moldeando el carácter y el juego de los más prometedores jóvenes de las décadas de los 70 y 80. Instruyó y educó a generaciones ganadoras, formó a un compendio de fieles colaboradores que le profesaban cariño y ferviente admiración y colmó sus vitrinas de medallas y trofeos.
Si el Europeo de Atenas del 70 dejó una sensación agridulce con un estimable quinto puesto, cuatro años más tarde vendría el desquite. En Gien, en pleno valle del Loira, bajo una organización calamitosa (sin marcador, cronómetro electrónico o controlador numérico de los 30 segundos y con los equipos alojados en una escuela fuera de la Villa), España, que había armado un conjunto alrededor del bloque badalonés (el Juventud aportaba 7 jugadores, entre los que figuraba el célebre “matraco” Margall), avisó de sus intenciones al ganar en la primera jornada a la URSS. Tras las victorias ante Bélgica, Austria y Holanda, una inesperada derrota ante Polonia pondría a los nuestros los pies en el suelo. Los triunfos ante Finlandia e Italia (remontando 5 puntos en los últimos 2 minutos gracias a un inspirado Ernesto Delgado) dieron el primer puesto de grupo y un cruce asequible en semifinales. Se aplastó a Suecia (84-47). En la final de Orleans esperaba la temible Yugoslavia. En un partido muy parejo, con Bosch, Delgado y el malogrado Filbá tirando del carro, se llegó a la prórroga. Dos canastas del base dieron ventaja a España, que entró en el último minuto dos puntos arriba gracias a una suspensión de Filbá. Falta sobre Radovanovic que sólo convierte el primer tiro libre y el rebote lo alcanza Filbá. En el tiempo muerto previo Pinedo había ordenado congelar el balón hasta final de posesión y en las malas dejar a los eslavos dos segundos para atacar. La suerte y el único marcador electrónico que estaba ubicado de aquella manera en uno de los fondos nos dio la espalda. El base hispano, Manel “Jagger” (por su parecido con el Rolling) Bosch, que no podía ver el tiempo que restaba, cometió su único error de bulto (fue nombrado mejor jugador del torneo) y desoyó los consejos dados desde la banda; vio el panorama expedito y penetró hacia canasta, pero su tiro no entró. Radovanovic atrapó el rebote, dio un rápido pase a Zupank, que pasado el medio campo anotó la suspensión del triunfo casi sobre la bocina. Bosch, Filbá y Cairó fueron seleccionados para el combinado europeo que se fue de gira por Estados Unidos, pero nada pudo consolar a los nuestros del amargo sabor de la plata en el campeonato que hizo su presentación oficial un juvenil Tkackenko.
Aíto y Pinedo se pusieron manos a la obra para preparar el siguiente Europeo que se había de celebrar en el 76 en Santiago de Compostela. El ayudante escudriñaba las provincias catalanas, mientras que Pinedo cubría Castilla y Canarias. Se celebraron varias concentraciones mayoritarias en Madrid y Barcelona y se fue apartando el grano entre la paja. Asomaba la generación del juvenil, la del 59, que con el tiempo aportaría nombres imprescindibles en el imaginario colectivo de nuestro deporte. La victoria en un amistoso en Vigo ante Yugoslavia disparó las expectativas, pero si en Francia se había perdido el oro, aquí se ganó el bronce. Con mejores resultados que juego y las habituales limitaciones de altura (sólo Romay superaba los 2 metros), el equipo no dio para más. Yugoslavia (campeona) y Rusia, eran claramente superiores. Joaquín Costa, Solozábal, Ansa, López Rodríguez, Iturriaga (que formó parte del quinteto del torneo), Garayalde, Epi, Romay, Querejeta o Salvo, se consolidaron posteriormente en la élite durante años.
Para Roseto 78 se había pasado por el reconocido torneo de Manheim en la primavera del 77. En el partido inaugural se dieron de bruces con un prestidigitador desconocido, que salía a calentar con un radiocasete enorme; un tal Magic Johnson, que lanzaría a los suyos en un parcial de salida brutal (2-28). El pressing yankie impedía a los españoles pasar el medio campo. Era otra galaxia contra la que se compitió mejor en la final, pese a otro resultado escandaloso (110-137). Para el verano alguno de los nuestros conocería en la Universiada de Sofía (con Pepe Laso como preparador) al otro jugador que cambiaría el baloncesto moderno: un rubio de un pueblo de Indiana llamado Larry Bird. A Italia, los chicos exprimidos por Bernardino Lombao llegaron como motos. En la primera fase sólo se cayó ante la URSS. Para las semifinales aguardaba la sempiterna Yugoslavia. Epi, que recogía el trabajo desarrollado con Miquel Nolis, Kucharski y Zeravica, se había vuelto un martillo pilón: en los dos últimos encuentros no bajó de 30 puntos, para promediar 27 en el certamen y aparecer incluido en el cinco ideal. José Luis Llorente era un purasangre, Romay un bastión reboteador y defensivo, “Indio” Díaz aportaba en todos lados (decisivo ante Italia), Itu, diezmado por una lesión de tobillo, tiraba de experiencia y galones de capitán, y Pedro Práxedes devino como revelación, ayudando desde el rebote y la anotación. La agónica victoria por un punto ante Yugoslavia condujo a la final, donde la empresa resultaba poco menos que onírica. Los rusos traían un conjunto granítico, del siglo XXI, 6 jugadores por encima de 2 metros, con Belostenny y Derjuigin derivados de la absoluta y un tirador, Homicius, que daría que hablar en el futuro. Entre Joseba Gaztañaga e “Indio” Díaz anularon las prestaciones del gigante Belostenny y España cobró una máxima ventaja de 9 puntos mediado el primer tiempo, pero los soviéticos ajustaron el tanteo al descanso. Las 4 faltas de Romay, sustituido por Fernando Arcega, hicieron pupa y se abrió brecha en el marcador (94-80 en el minuto 34 tras cuatro canastas de un providencial Grdzlinze). La presión suicida ordenada por Pinedo redujo las distancias, pero se nadó para quedarnos en la orilla (100-104). Esta vez la plata supo a gloria.
Relataba su amigo y compañero de mus, el periodista Marín Tello, que para el momento más fastidioso de las concentraciones, la designación de los descartes, el viejo zorro ideaba una treta: ordenaba a los bases hacer equipos para el partidillo y casi siempre la opinión de Pinedo coincidía con la elección de sus directores de juego, con lo que se quedaban fuera los dos últimos designados, salvo que alguno fuera “un cachondo y tocara bien la guitarra” (es decir, que creara el buen rollo imprescindible en el grupo). Ignacio creía tanto en los jóvenes que llegó a postular a la Federación Española la inclusión de la Junior en la Primera División un año que la Liga se quedaba coja, en número impar de participantes. No coló. Tampoco se le hizo caso cuando esgrimía que se debería prescindir de los jugadores extranjeros especialmente en los dos últimos años del ciclo olímpico.
Tempus/Inmobanco: otro paraíso
Probablemente éste sea el relato del club más desarraigo de la historia de nuestro baloncesto. Sin ciudad referencia que lo albergara, con cancha itinerante (jugó en Vallehermoso, Pozuelo y Canoe), huérfano de una afición arraigada, expiró en el éxito víctima final de los problemas económicos de su patrocinador. Lo que en su germen fue una idea romántica de Saporta (crear una espacio de desarrollo y crecimiento para los noveles juniors que salían de la cantera del Madrid), devino en un proyecto utópico e insurrecto. Así se creó un equipo nodriza con lo más granado de la fábrica blanca, en manos de un técnico capaz, Rafa Peiró, que había aleccionado a algunos de los jugadores en el juvenil. Se parte de la Segunda División bajo el nombre de Castilla-Vallehermoso, para al año siguiente ascender a la máxima categoría en la curiosa compañía del Mollet, entonces filial azulgrana. En su estreno, renombrado como Tempus, saltan la banca llegando a final de Copa del Rey frente al Barcelona y dejando fuera de la misma a sus mayores, al Madrid en semifinales. En una decisión hoy todavía incomprensible, Saporta comunicó a Peiró antes de las mismas que la temporada siguiente no iba a continuar y que su puesto lo ocuparía Ignacio Pinedo, que durante el año había visitado en multitud de ocasiones el polideportivo de Vallehermoso.
El club migró su sede. El reducido y helador pabellón de los Escolapios de Pozuelo sería testigo de las andanzas (más bien carreras) del bisoño equipo, que únicamente conservaba 4 jugadores del grupo anterior: Del Corral, Fermosell, Prado e “Indio” Díaz. Con un presupuesto modesto, 10 millones de pesetas, y un juego agresivo y veloz completaron una loable campaña en la zona media del campeonato liguero y otro paso emocionante por la Copa: el Barsa les apeó en semifinales, ante la mirada del mítico saltador de longitud, Bob Beamon, que había realizado el saque de honor en Pozuelo de Alarcón.
En la 80-81 el equipo, patrocinado ahora por Inmobank, perdió fuerza (algunos jugadores de tronío habían hecho las maletas) y descendió. A Pinedo se le acusó de dejadez, de trabajar poco con los jugadores: Ángel Pardo desarrollaba los entrenos semanales con Ignacio en la banda y éste dirigía los partidos del fin de semana. Con el mazazo no se perdió el enfoque. La estructura de la cantera estaba consolidada, el club funcionaba como una familia con personajes clave en la sombra, como Cristóbal Rodríguez o Manolo Padilla, y al núcleo duro de la plantilla (Nino Morales, Goenechea, Simon, Beiran, Gaztañaga, Fermosel y Beltrán) se les había unido el experimentado Vicente Gil. El año resultaría excepcional: el primer equipo volvería a Primera División, el junior, con Tirso Lorente al mando, quedaría subcampeón de España en Guadalajara y el juvenil, de Miguel Ángel Martín, campeón en Valladolid.
El regreso a la élite trajo de vuelta a Del Corral e “Indio” Díaz, el fichaje de los curtidos Prada y Galvin y la promoción meteórica de Toñin Llorente. Por segunda edición consecutiva, el remozado Inmobanco fue invitado al Torneo de Navidad e Ignacio hizo un guiño a los suyos: El Corte Inglés, patrocinador del evento, obsequiaba a los integrantes del plantel, cuerpo técnico y cuadro médico con un cheque regalo y un traje, con lo que convocó a Tirso y Miguel Ángel para que recibieran los presentes. Aquello parecía un clinic sin silla para tantos. Por si fuera poco, ante los ojipláticos espectadores se llevaron el trofeo y un exuberante Alfonso Del Corral el galardón de mejor jugador. El quinto puesto en Liga quedó adornado con la clasificación para la final de Copa, después de que en unas semifinales durísimas ante el Cotonificio, el maestro (Pinedo) se impusiera al alumno (Aíto). La derrota frente al Barcelona en Palencia supuso el triste colofón a la historia sui generis de Inmobanco, que tras la quiebra del Banco de Levante desapareció al no poder encontrar nuevo mecenas.
Pinedo saldría de los madriles para vivir una experiencia fallida en Málaga, que abocó a Caja de Ronda al descenso de categoría.
Un final guionizado
Para inventariar el legado de Ignacio Pinedo hay que olvidarse de los conceptos tácticos del juego. Trivializaba el influjo de la pizarra “como esos dibujitos hago yo cien en media hora”. Si Antonio Díaz Miguel era un estudioso de los grandes entrenadores universitarios americanos, Pinedo se “inventaba” el baloncesto, descifraba los problemas y tomaba las mejores decisiones en el menor tiempo. “La técnica sólo supone el 40% del trabajo de un entrenador. Lo difícil es llevar un equipo con todo lo que ello comporta”. Aclaraba que en su vida había empezado 4 o 5 libros sobre baloncesto, pero que no había concluido ninguno. “Probablemente haya un montón de entrenadores en la categoría cadete de Madrid que ataquen mejor que yo una zona 2-3, pero a estos doce tíos nadie los dirige mejor que yo”, insistía. Y era verdad, tenía un poder motivacional asombroso “El jugador más conflictivo es el que dice a todo que sí. El que demuestra genio y falta de resignación está más cerca de ser figura”. En las charlas ponía variopintos ejemplos como el que relataba Javier Imbroda: “Si tu estrella te insulta, no te des por aludido. Mira para otro lado porque sabes que es vital para el equipo. Ahora, a los dos días le llamas a tu despacho y le dices a la cara que tu madre no es ninguna fulana y le preguntas si la suya lo es. A partir de ese momento, ese jugador será tuyo para siempre. Hay que buscar un momento alejado de la tensión para decírselo”. Algunos de los jugadores que no le tragaban, ahora le idolatran, pues con el tiempo comprendieron que a base de tocarles las distintas fibras sacó de ellos su máximo rendimiento. Agitaba o mimaba los egos, según conviniera.
La lista de discípulos y preparadores a los que influyó es larga. Fue el primero en acuñar la figura del ayudante y del preparador físico. Aíto y Tirso le auxiliaron en diferentes épocas en la Junior. Lorente quizá fuese su ojito derecho: siempre cabal, fiel e inteligente. Cuentan que cuando George Karl abandonó el Madrid se lo quiso llevar a Estados Unidos, pero el bueno de Tirso rechazó la propuesta. A Ángel Pardo lo tuvo de segundo en la época de Inmobanco y le sacaba de quicio con cierta costumbre: el siempre flemático Pinedo ordenaba a su ayudante que solicitara tiempo muerto, Ignacio se levantaba con calma, dejaba su cigarrillo Kent en el banquillo y daba las instrucciones oportunas. Cuántas veces se oía luego vociferar a Ángel, pues al ocupar su sitio se había quemado el culo con el dichoso cigarro.
Eterno seductor impenitente, el gran Carlos Toro escribió que Pinedo andaba como Robert Mitchum y pensaba como Einstein. Fumador empedernido, tertuliano clarividente, disfrutaba de una buena comida (era asiduo a las fabes de Casa Hortensia) y de una agradable sobremesa con su partidita de mus. Pasó una época mala, relegado por el cáncer que superó en tres ocasiones, en la que recibió el apoyo y la visita de sus técnicos y jugadores (los hermanos Martín, Pep Cargol o Quique Ruíz Paz, por ejemplo, le dedicaban una atención especial), hasta que en la primavera del 91 recibió la oferta del Madrid para volver al banquillo del primer equipo. Inmediatamente descolgó el teléfono y contactó con otro de sus alumnos, Miguel Ángel Martín, por entonces técnico de un gran Estudiantes: “Prepárate porque vamos a ser rivales”, le soltó. “El cura”, que se encontraba fuera de España para disputar un partido de Copa de Europa, no daba crédito, se lo desaconsejó (sabedor del débil estado de salud de su amigo) y le tomó por loco. La respuesta del maestro con percha y pose de veterano galán cinematográfico fue premonitoria al compararse con Errol Flyn en el papel del General Custer en la película “Murieron con las botas puestas”. Veinte días después de aceptar el cargo, para el que eligió como escudero a otro de los suyos, Ángel Jareño, sufría un infarto en pleno partido en la ida de la Copa Korac frente al Clear Cantú. Ya no volvió a despertar y cinco meses después fallecería.
Su pasión por el baloncesto se resume en otra de sus sentencias: “No hay droga más dura que diez segundos por jugar, uno abajo y balón en tu poder”.
Mi agradecimiento a mi amigo David Zozaya que me puso en contacto con Miguel Ángel Martín y a éste por su amabilidad y el buen rato que me dedicó, repleto de anécdotas y experiencias clarificadoras. Mi reconocimiento a Raúl Barrera y a Carlos que me abrieron las puertas de la Biblioteca Pedro Ferrándiz del Espacio 2014 FEB y me orientaron en la búsqueda de la documentación necesaria.