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Fernando Martin, el gallo del corral

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La duda ofende. Que Fernando Martín es uno de los mejores deportistas de nuestra historia no entra en cábalas. Por lo que fue y significó.


Comparar jugadores de diferentes épocas y distintos puestos alimenta sanos ratos de bar y animadas tertulias, que no es poco, pero no da para nada serio.

La pandemia ha traído muertes, pobreza y confinamiento y éste ha desempolvado partidos e imágenes antiguas, nostálgicas para los más maduritos y novedosas para la chavalería. Unos han sacado brillo a sus iconos, los otros han constatado la valía de los ídolos de sus padres y hermanos mayores.

Para contextualizar el pretérito momento, sirve un dato: cuando venía al mundo la irrepetible Generación del 80, iniciaban el camino del boom posterior un magnífico grupo de jugadores dirigido por Antonio Díaz Miguel (injustamente ninguneado ahora) en la selección. Tres cuartos puestos consecutivos palidecen ante el botín actual, pero en la España de la Transición no brotaban tíos por encima de 2 metros como champiñones, a los que enfrentar a los gigantescos soviéticos y yugoslavos, que por aquella competían unidos, ni a los aguerridos italianos. En el arqueo del brillante lustro relucen la medalla europea y la olímpica en LA. Ganar tiene mérito, pero hacerlo con estilo propio trasciende, deja huella.

A la Santísima Trinidad, Corbalán (hoy impartiría su doctorado entre los profesionales USA), Epi (érase una vez un hombre hecho a sí mismo) y Martín, les rodearía la inteligencia de Solozábal, la exuberancia física de Llorente, la defensa de Costa o la agudeza de Chichi Creus en el base; la inimitable elegancia de Sibilio, el don para el contragolpe de Itu, el tiro más estético jamás visto de Margall y la polivalencia de Fernando Arcega en las alas; la garra y capacidad de anticipación del “lagarto” De la Cruz, la inteligencia y velocidad de Andrés Jiménez y el poder intimidador y reboteador de Romay en la pintura.

En plena Movida, Díaz Miguel creó tendencia al amparo de una dinámica sencilla y atractiva: defensa, contraataque, equilibrio interior/exterior y cuidada selección de tiro. Por entonces, el manchego barajaba con destreza, purgando el más nimio detalle (ensayaba con Romay hasta el aburrimiento el supersónico saque de fondo tras canasta rival, insistía a sus bases en la necesidad de volar, adoctrinaba a los aleros en el arte de la parada y el tiro a tablero de 45º para evitar los gorros de las torres oponentes, perseveraba con sus cuatros para que llegaran en ventaja a la zona contraria) y repartía las cartas con inteligencia (alguno gozaba de mayor rol que en su propio club). Un disfrute para la vista.

Pues bien, en aquel talentoso grupo, quizá la llegada de Martín fue el factor diferencial para el acceso a los cajones del podio. Convergían en Fernando muchas de las cualidades para completar un excelente baloncestista (buen tiro de media distancia, la manoletina o medio gancho que tanto le dio de comer, lectura de juego, velocidad en la transición, dureza defensiva, agresividad en el rebote), pero fue su indómito carácter la arista que sobresalió por encima de las demás y la que le hizo superior y dominante.

La naturaleza le sonrió con un físico espectacular. En su acabado Buonarotti hubiera replicado otro David, piernas cual columnas jónicas, brazos de héroe de comic y pecho pétreo. Traía más cuenta esquivarle que chocar con él. La proporción perfecta, imponente, para avasallar en cualquier deporte. Pudo hacerlo en la natación, el ping pong o el balonmano, pero a Dios gracias eligió vestirse con tirantes. Si su fisonomía lo privilegiaba, su cabeza se saltaba pasos. Donde le pinchases, afloraba un ganador. De su colegio en San José del Parque al Estudiantes juvenil, junior y primer equipo. A sus 19 años deslumbraba en el Ramiro hasta alcanzar el subcampeonato liguero y convencer al Madrid de Lolo para contratarle cuando lo tenía hecho con el Joventut (el gran Manel Comas se removía cada vez que lo pensaba).

En aquella Casa Blanca, donde todo llevaba su tiempo de cocción, milimetrado y categorizado por el mítico Raimundo Saporta, el recién aterrizado fascinó desde su llegada en el Campeonato del Mundo de clubs. Rompió moldes, tomó todos los atajos. Enseguida los popes del vestuario descubrieron su sitio natural: el liderazgo. Fernando no temía a nada ni a nadie, asumía retos con la naturalidad del que se conoce preparado, encaraba rivales sin reparar en volúmenes, altura o apellidos ilustres. Martín iba de frente, no desviaba la mirada, no agachaba la cabeza.  

Ahora cualquier júnior con buena pinta que todavía no ha ganado nada en el Viejo Continente (hay casos fragrantes) se presenta al draft y lo escogen muy arriba. En los ochenta la NBA era territorio vedado a las grandes estrellas europeas. No iba nadie. Allí eran seres anónimos para las franquicias. Pero Fernando estaba hecho de otra pasta. Siempre positivo. Por sus santos cojones tenía que asumir un desafío homérico que de inicio le hacía palmar pasta y le impedía competir en la selección (la anticuada normativa de la FIBA prohibía el concurso de los “profesionales”). Pese a convencer sobradamente a los Nets de New Jersey en el campus de Princeton, regresó a España sin rubricar el contrato por la indolencia y torpeza de su agente americano, Lee Fentress. Aquí apretaron el Madrid y la Federación (para que jugase histórico Mundial 86) y Fernando demoró un año el salto. El aplazamiento trajo consecuencias negativas, pues en Portland coincidió con un entrenador cicatero, Mike Schuler, que le dio poca bola a él y posteriormente a Drazen Petrovic. Fernando no era un rookie al uso, advirtió a los Blazers de que su apellido castellano llevaba tilde en la i y así le rotularon la camiseta y contravino una histórica costumbre, la de que los novatos portaran las maletas y bolsas del equipo. “Llévalas tú”, le dijo en cheli a Walter Berry (que venía de ser el mejor jugador universitario del año). Ahora vas y lo cascas… Demostró y se demostró que podía jugar allí y al año regresó.

Al poco coincidió en el Madrid con Drazen, que tanto les había hecho padecer en la Cibona. En el vestuario merengue todavía escocían las humillaciones del genial croata (lo de perdonan, pero no olvidan), pero no eran tontos y sabían que el fichaje tenía un destino claro: ganar. Lo hicieron en la Copa coruñesa y en la Recopa ateniense, aunque la impresionante exhibición de Petrovic en el Pireo (62 puntos) levantó ampollas. Fernando que jugó con un dedo de la mano roto, recelaba del acaparamiento del juego por parte del de Sibenik.

Y así llegamos a la final del playoff liguero. El Madrid le había ganado los 5 enfrentamientos al Barsa. A la que podía Drazen se lo hacía saber a Aíto, señalándole el número con la palma de la mano abierta. Éste, más listo que el hambre, preparaba el terreno e invocaba a la bula arbitral del yugoslavo. En esa eliminatoria tiene lugar la anécdota que mejor retrata a Fernando… Tras la aplastante derrota por 25 puntos en la apertura en el Palau, Martín permanecía en la capital con la espalda hecha añicos. En la comida previa al segundo envite, cunde el pesimismo en la expedición blanca. Un espectro asoma por el salón comedor del hotel Calderón para dejar boquiabierto al personal: “Pringaos, yo no me levanto de la cama para perder”. Cuentan que a Petrovic no le cabía la sonrisa en la cara. El Madrid ganó ese partido, aunque perdió la Liga.

En la sobremesa de un domingo Fernando se nos fue demasiado rápido. No olvido que fue a escasos 150 metros de casa de mis padres, no olvido que iba a ir al partido con mi amigo Angelón, no olvido la consternación de todo un país ni el impacto de su muerte entre compañeros y rivales, no olvido el comportamiento del equipo y de su hermano Antonio para darle la vuelta al encuentro frente al PAOK (probablemente sea el más emocionante que haya presenciado por TV en mi vida) sólo 48 horas después. Luego vinieron otros, incluso mejores, pero Fernando Martín fue el primer español que pisó la luna. No lo olvido. 

 

El relato se ha publicado en el blog planetacb.com en un homenaje a la figura de Martín organizado por Javier Balmaseda bajo el título “El hombre tras el mito”. Fue un honor colaborar entre un grupo de gente sobresaliente. Y me apetecía unirlo a contraataquede11.

El niño de la foto es mi hermano David, en un campus en el colegio de La Salle de Herrera Oria un año antes de la muerte de Fernando. Es muchísimo más que mi hermano. Hasta ahí puedo leer. 



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