Con las luces del alba irrumpieron los gritos: “¡Despertar, despertar, han llegado! Os lo dije que este año también venían. Que los Reyes son Magos y pueden con la pandemia y con todo”. Los alaridos del chaval habían despertado a padres y abuelos. Profanado el sagrado mandato, en cuanto percibió los primeros rayos de luz había abierto con sigilo la puerta del salón, asomado cauteloso el cogote y atisbado una pila de regalos alrededor del árbol. A partir de ahí, había salido en estampida hacia las habitaciones de los mayores recorriendo el largo pasillo de la casa de los abuelos, que tanto le gustaba.
La noche se le había hecho larga, en eterno duermevela. Sólo canastas imaginarias, vuelos imposibles y fantásticas asistencias, habían conseguido doblegar la vigilia a ratos. Se había acostado como cada noche víspera de Reyes excitado, sobresaltado, por la anhelada llegada de los Magos.
En esta ocasión todavía más. Las circunstancias habían hecho que siguieran la cabalgata desde el balcón de su casa. Y suerte que tenían ellos de vivir en el centro y que la diezmada procesión de carrozas pasara por delante de su portal. Las medidas confinatorias habían reducido la comitiva al mínimo, sin gente en las calles, con los tres carruajes justos e indispensables que recorrieron un trayecto más largo del habitual. El consistorio había dispuesto ampliar el itinerario al mayor número de calles posible en el casco urbano de la ciudad.
Concluido el singular y escuálido desfile, sus padres habían decidido llegar a la casa de los abuelos a las afueras de Vitoria, donde dormirían, dando un paseo. El recién estrenado invierno todavía no se había afincado, siberiano, en Alava y daba gusto estirar las piernas. El matrimonio caminaba acurrucado festejando las ocurrencias del niño, que driblaba bancos, pasaba a las paredes, encestaba en papeleras y simulaba mates en los árboles más bajos. Ni guantes ni gorro. Un buen abrigo y la desgastada pelota de baloncesto acompañaban a Adrián.
A poco para alcanzar su destino, entre tinieblas, un centelleo parpadeante alarmó a la expedición. Pensaron en algún accidente, pero la ertzaina no atendía ningún siniestro, sino que escoltaba la última de las carrozas. Era la del Rey Baltasar, el favorito de Adri, que en breve parecía poner fin a su viaje.
El niño, acongojado, no daba crédito e interrumpió sus botes para marchar corriendo al amparo de sus padres. El trío se arrimó cauteloso hacia el regio grupo, del que sobresalía el Rey. Era alto, bastante alto, y al ver al crío descubrió una inmensa sonrisa. Se aproximó y en un fatigoso castellano le preguntó:
- ¿Cómo te llamas? - Adrián respondió cobijado entre sus padres.
- ¿Y qué le has pedido a los Reyes? (su majestad hablaba con un acento muy raro).
- Una pelota de baloncesto -respondió sin titubear.
- ¿Otra? inquirió guasón Baltasar.
El chaval siguió con su carta:
- Una camiseta del Baskonia.
- ¿Otra? – esta vez fue la madre la que le interrumpió con picardía.
Adrián la miró cómplice y continuó:
- Y que se pueda volver al Buesa, que se reanuden las competiciones en el colegio y que no se ponga más gente enferma.
El Mago le miró complacido:
- O sea que eres aficionado del Baskonia.
Al chaval se le escapó la timidez entre la niebla.
- Si. No me pierdo un partido. Vamos toda la familia. Me hicieron socio cuando tenía meses. Y el año pasado le ganamos la Liga al Barsa. Somos los mejores, aunque a veces perdamos y Dusko se cabree porque no defienden.
El Rey Baltasar atendía las explicaciones del pequeño aguantándose la risa.
- ¿Y quién es Dusko?
El niño torció el gesto extrañado ante la ignorancia del sabio.
- ¿Dusko? Dusko es el mejor entrenador del mundo, pero mi aita dice que con ese genio a ver quién es el guapo que se presenta como novio de su hija a la cena de Navidad.
Las carcajadas resonaban en la Virgen Blanca.
- Además, se ha dejado coleta y parece el Gargamel de los Pitufos. Y acojona todavía más.
- ¡Niño! – cortó de raíz su ama, a la que le costaba mantener el rictus serio, al escuchar la palabrota.
Cuando el Rey pudo recuperar la compostura se acercó aún más al pequeño, que pareció reconocer en él algún rasgo muy familiar. Aquellas trenzas…
- Muy bien. Has pedido muchas cosas, algunas complicadas porque ha sido un año muy difícil. Pero tú pórtate bien, haz caso a tus padres, estudia y ten confianza que verás cómo se arreglan las cosas.
Dio un beso en la mejilla al muchacho a modo de despedida y cuando ya se alejaba se giró como si se hubiese olvidado algo importante:
- ¡Ah! Y no dejes de ser fan de Baskonia.
Adrián hinchó el pecho cual juramento vikingo.
- ¡Eso está chupao! ¡Eso nunca! – gritó a la noche.
El trío restableció camino y el niño rescató el acelerado bote, pero un pensamiento no se le iba de la cabeza.
Al momento llegaron a casa de los abuelos. En cuanto el aita abrió la puerta, el adolescente salió disparado a la cocina donde la yaya ultimaba la cena.
- ¡Abuela, abuela, abuela! – vociferaba endemoniado. ¿A que no sabes a quién nos hemos encontrado?
Sin tiempo para que la mujer diese respuesta, su nieto relataba atropellado la emocionante escena.
El sonido del picaporte detuvo el encantamiento y el pequeño acudió corriendo al encuentro de su abuelo, que llegaba de la calle cargado de bolsas y al que casi tira en su abrazo.
- Abuelo, hemos visto al Rey Baltasar y es clavadito al Pierriá Henry del Baskonia.
El hombre lo detuvo y apuntó una sonrisa.
- Eso no puede ser. ¿Sabes por qué? Porque eso mismo me dijo tu aita hace 40 años, que el Rey Baltasar se parecía a Essie Hollis, cuando nos cruzamos con él aquí al lado, al final de la cabalgata.
Aitor hijo rememoró en su imaginación el mágico encuentro y en un instante se le agolparon muchos recuerdos: los comienzos en San Viator, los partidos al aire libre, los nervios antes de los enfrentamientos importantes, los innumerables amigos, muchos de ellos rivales, y su paso por la cantera baskonista donde los sabios consejos de los viejos maestros Xabier Añua, Pepe Laso, Manu Moreno e Iñaki Iriarte le ayudaron a manejarse en el deporte y sobre todo en la vida.
- ¿A Superbeltza? – gritó enloquecido el niño. ¡Eso es imposible!
Los Magos fueron Magos y trajeron el balón y la camiseta y, con el tiempo y mucha paciencia, devolverían la normalidad a las gentes, a las calles, a los bares y a las canchas de baloncesto.
Feliz Navidad a todos.