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La Segunda Oportunidad

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Nadie nace sabiendo… Hay que formarse… El secreto está en la base… Estudia, trabaja… Persigue tus sueños, no dejes que nadie los cumpla por ti…

No llegó a saber si se pasó de listo o pecó de tonto. Quizá se saltó pasos, quizá le pudo la ambición y pisó terrenos desconocidos y peligrosos. Se subió a un tren en marcha y descarriló. Ahora volvía al apeadero de salida con la maleta vacía llena de renovadas ilusiones.

Aquellos consejos de su padre siempre le habían acompañado en su camino, le habían guiado, pero llegado un momento igual los malinterpretó. Las voces se apagaron, la caligrafía firme y cuidada se emborronó y los renglones se torcieron hasta un punto y aparte. Su ingenuidad le expuso a un mundo público, cruel, sin miramientos, donde se pasa del púlpito al escarnio en ediciones de periódicos. Su ambición le pervirtió y sus actos, impropios, le delataron. Asumió, cabizbajo, errores, pero el primer paso duro e indigesto ya estaba dado. Había enfrentado la mirada, contado su peripecia y aguardado temblando el dictamen paterno. “Esto no acaba aquí. Empieza aquí. A todos nos han faltado alguna vez veinte céntimos para el euro. Cada uno tenemos nuestro purgatorio. Aprende de ello, recapitula fallos y mira hacia delante. Y siempre, siempre, nos tendrás. No lo olvides”. Javier se abrazó con fuerza a la espalda encorvada de aquel hombre que parecía que todo lo sabía y que le susurró: “Ahora no la cagues”.

Cuando tiempo después oyó cerrarse el portón del Penal del Dueso, admiró la sorprendente claridad de la mañana, la belleza de la marea baja en Berria, mientras Santoña se desperezaba. No había querido que nadie pasara a recogerlo.  Transcurrido un rato, subió al autobús de línea dando gracias a la vida por esta segunda oportunidad. Dormitaba en el suave traqueteo del trayecto hasta que sus recuerdos se ordenaron y sus pensamientos afloraron fluidos.

Escarbando, no conseguía identificar su primer vestigio relacionado con el baloncesto. Igual un primer balón Mikasa, la canasta de la habitación, las salidas atropelladas en el recreo entre un torrente de críos. Desde niño se había sentido abducido por ese deporte sin especial parentela familiar (pues nadie lo había practicado), ni tutela colegial (los curas la tenían por entonces como una más de las actividades deportivas que practicaban los chavales).

Igual tuvo que ver la llegada de Nelson iniciado el curso. Hablaba poco y con acento raro, pero el primer día que no llovió y salieron al patio, dejó alucinados a sus compañeros de clase. Tímido, había traído su propio balón, permaneció botando y observando aquel maremágnum de chicos que disputaban varios partidos a la vez.  Pasado un rato largo, en un momento de ligera calma decidió probar. Javier, se encontraba debajo del aro y recogió por casualidad el enceste limpio. Impactado, le devolvió el rebote y luego otro, otro, otro… Así hasta diez. El resto de las pachangas se habían ido deteniendo y el ruido había dejado paso al asombro. No es que las metiera, que sí. Es que tiraba perfecto y encima en suspensión con sólo 12 años. El lanzamiento salía natural, suave, sin aparente esfuerzo con el brazo derecho paralelo al suelo y en impecable ángulo recto. Doblaba ligeramente el codo izquierdo para sujetar la pelota y ésta era impulsada desde los tres dedos centrales de la mano derecha dando vueltas hacia atrás sin que la palma tocase el balón. Tras el tiro la mano diestra caía relajada. Nelson permaneció abstraído en su serie hasta que falló y entonces se dio cuenta de que todo el patio lo miraba. La ovación fue espontánea, atronadora y sorprendió al novato, que recogió pudoroso su pelota y marchó para el aula cuando la campana le daba un respiro y avisaba del final del descanso.

Los murmullos tardaron en apagarse a la entrada del profesor de matemáticas y a Javier le costó un mundo atender el desarrollo de las ecuaciones. Otro universo mágico se le había abierto. En el intermedio, salió despavorido para alcanzar al chavea que permanecía sentado unos asientos más adelante y que le había dejado loco una hora antes. “Oye ¿cómo has hecho eso?” le interpeló nervioso. “No sé, supongo que practicando”, le respondió encogido de hombros, Nelson. “¿Me puedes enseñar?”, volvió obsesivo Javier. “No sé si sabré, pero vale”, cortó el nuevo antes de la entrada a la siguiente clase. Y así dio inicio una eterna amistad.




Nelson era hijo de un estadounidense y una santanderina, que había ido a Washington a realizar un curso de postgrado en Relaciones Internacionales. Phil era sólo un joven profesor ayudante que quedó prendado de aquella española que tanta atención le prestaba en primera fila. Se enamoraron, se casaron y tuvieron un niño. Eligieron el nombre en homenaje a su admirado Mandela. A Phil le apasionaba el baloncesto, lo había jugado en el instituto y se quedó a las puertas de obtener una beca en Georgetown con el mítico John Thompson. Pese a la decepción por no poder jugar para los jesuitas, siempre fue un furibundo seguidor de sus “Hoyas” y en cuanto podía se acercaba a la cancha a animarlos. Amén de adorar al “grandioso” (en todos los sentidos) entrenador Thompson, idolatraba a Patrick Ewing y Allen Iverson, probablemente los dos mejores jugadores de la historia del centro. Y esta pasión la transmitió sin ambages a su hijo Nelson, que desde muy pequeño compartía con su padre las madrugadas del March Madness (el loco marzo universitario del baloncesto). Nada era comparable a lo vivido ese mes. En verano regresaban a la “tierruca” materna, disfrutaban de la inmensidad del paisaje cántabro, de las rutas interiores hacia los Picos de Europa, de los baños en las maravillosas playas, de la opípara gastronomía y del cariño familiar. Cuando un atentado a la embajada americana en Tripoli, segó la vida del padre de Phil, el matrimonio, roto de dolor, aceptó las propuestas como profesores de las universidades de Comillas y la internacional Menéndez Pelayo para trasladarse a Europa y fijar su residencia en Santander.

Desde aquel primitivo día, Nelson descubrió a su recién estrenado amigo, un planeta desconocido, un deporte diferente, que en España estaba al alcance de cuatro locos. Javi permanecía embebido cuando su amigo cogía carrete y enlazaba las historias de sus héroes universitarios. Ambos formaron parte del equipo alevín que ese año se creó. En su estreno alcanzaron la final provincial. No estaba mal para unos principiantes. Un bienio después, entrarían en la selección cántabra infantil que disputó el Campeonato de España en San Fernando (Cádiz). Compitieron decorosamente, aunque se hallaban muy lejos de catalanes, madrileños y andaluces. En cadetes, estuvieron a un paso de las semifinales autonómicas, pero los canarios les cerraron el paso sobre la bocina. En el último año júnior, recibieron una ayuda inesperada. Un chico procedente de Badalona de algo más de 2 metros (algo impensable en el colegio) se había matriculado en los Escolapios. Venía del Joventut y tenía una mano y unos fundamentos colosales. Jordi, posibilitó el paso al siguiente nivel. Habían campeonado en la región los tres anteriores cursos. Esta vez en la fase de territorial de Bilbao, lograron el acceso al Campeonato de España de clubs. Un hito para Cantabria. Una heroicidad para un colegio.

En Segovia a los pies del inmenso Acueducto constataron sus limitaciones. Eran buenos, sí. Pero ¿a qué nivel? Estaban a unos cuántos cuerpos en lo físico y en lo técnico de los mejores proyectos del país. A pesar de realizar un buen campeonato, era imposible tutear a los grandes. Podrían jugar en equipos de la EBA, pero tendrían que labrarse sus habichuelas en otros ámbitos. Notables estudiantes, a Nelson le tiraba el cuidado del cuerpo, la fisioterapia. Javi se decantaba por la educación física, así que emigró a Madrid para estudiar en el INEF y además completar su formación como técnico al sacarse el título de entrenador superior.

En poco tiempo, Nelson se ganó una bien ganada fama, abrió consulta propia (que siempre estaba llena) en la que atendía a paisanos de toda la comarca. A algunos, de condición modesta, no les quería cobrar, pero al cabo de unos días recibía huevos, verduras, embutidos, pescado fresco… Mantuvo su relación con el deporte, porque raro era el verano que no formaba parte de alguna expedición que acudía a los campeonatos de selecciones nacionales en categorías de formación. Allí coincidió en varias ocasiones con su amigo, que había crecido como técnico de base y formaba parte del gabinete de la Federación.  Javi, había encontrado trabajo como profesor de gimnasia en uno de los colegios que los Escolapios tenían en la capital, lo que le permitía cierto desahogo financiero para desarrollar su verdadera pasión.  Así se baqueteó como preparador entre la flor y nata de los principales clubs. Después de ganar el campeonato de España Junior su próximo paso sería liderar al filial de un equipo de la ACB.

Una noche de verano Javier descolgó el teléfono histérico. “Lo dejaba todo”, anunciaba a su amigo. Los gritos de alegría de la pareja no parecían hallarlos a 460 km de distancia. Javier iba a cumplir el sueño de los dos. Una de las universidades más reputadas de Estados Unidos le incluía como entrenador dentro del staff técnico. La conversación se prolongó hasta la madrugada entre exclamaciones, reflexiones y consejos.

Iniciado el otoño, Javier puso rumbo al Nuevo Continente. Llegaba antes de lo que le habían pedido, pero quería estar instalado y listo al inicio de la temporada. Todo lo preguntaba, todo lo absorbía, todo lo disfrutaba. Aunque todavía tenía sus dificultades idiomáticas, encajó bien en el campus y cayó mejor entre jugadores y técnicos. De momento, estaba al final de la fila, relegado a labores residuales, más poco le importaba. Todo formaba parte del aprendizaje. Aparecía el primero y marchaba el último. Disfrutaba de las intensas sesiones colectivas, se deleitaba con las exhaustivas prácticas de mejora en la técnica individual. Pese a alcanzar rendido la habitación, todavía rescataba un rato para apuntar todo lo vivido. Sus ganas contagiosas, su vasta preparación le introdujeron hacia tareas más importantes. Mediado febrero el ayudante responsable de la parcela defensiva cayó enfermo con mononucleosis y Javi ocupó su lugar. El entrenador jefe quedó gratamente impresionado por los arriesgados traps (2 contra 1) y las novedosas estrategias zonales propuestas por el español y las incorporó al libreto táctico del equipo.

Pese a la distancia y a la diferencia horaria, los amigos mantenían un contacto casi semanal. A las vetustas historias que había escuchado de su colega de críos, ahora Javi añadía las de cosecha propia, magnificando todo lo que rodeaba al baloncesto universitario: los pabellones atiborrados, el seguimiento mediático, la posibilidad de sacar una carrera a la vez que practicabas tu deporte, el respeto al propio equipo, la figura del entrenador… Aun cayendo en 2ª ronda ante Missouri, completaron un curso muy elogiable con la gran mayoría de los chicos en el primer y segundo año de carrera. Al regresar a España era un niño el día de Reyes.

El verano se le pasó en un soplo de aire. No paró. En Santander se relajó entre amigos y familiares, practicó un poco de surf en las playas de Liencres y Somo, y rescató las pachangas vespertinas con los antiguos compañeros de promoción coronadas con las habituales cañas e irremplazables pinchos. Asistió de oyente a algunos clinics y ejerció de ponente en otros y participó como segundo entrenador de la selección en el Europeo Junior de Hungría.

Cuando le tocó hacer las maletas para saltar el charco no sintió ni pereza ni morriña. Estaba entusiasmado. Pronto el coach le fue dando mayor peso, le gustaban sus ideas a campo abierto y quería que participase en el juego organizado. Pasadas las navidades le encomendaron otra labor: viajaría una vez a la semana junto al segundo entrenador para ojear los mejores talentos de instituto. Se entrevistaron con grandes promesas juveniles para ir confeccionando el conjunto del curso venidero. Al equipo las lesiones le acecharon en el peor momento y fueron eliminados en tercera ronda con cierto estrépito.

Concluida la Final Four, el escándalo sacudió la planta noble del baloncesto universitario. Corrían rumores acerca de apuestas ilegales y de reclutamiento ilegal por parte de varias universidades de la élite. En el campus se percibía un creciente nerviosismo. Cierta tarde, en las postrimerías del mes de abril, el FBI interrumpió el entrenamiento y se llevó detenidos a los principales dirigentes y a todo el cuadro técnico. Se les acusaba de ofrecer grandes sumas de dinero e importantes regalos para fichar nuevos talentos. Algo tajantemente prohibido por el reglamento de la NCAA. Se les interrogó, aisló y se ordenó su inmediata entrada en prisión. Javier no salía de su asombro. Conmocionado, tras su primera noche en la celda, llamó a España para mal explicar la situación. Sus padres hablaron con los de Nelson, que movieron hilos y le buscaron un buen abogado.

Siempre mantuvo su inocencia. Había dialogado con varios chicos, pero jamás les había ofrecido dinero ni obsequios por jugar en su universidad. No quedó demostrada su culpabilidad, pero tampoco le exoneraron y, en una sentencia ejemplar para varios centros académicos, le cayeron tres años de prisión.

Se le vino el mundo encima, pero enseguida le animaron los mensajes que desde España le llegaban. Familia, amigos, Federación, jugadores, le hicieron sentir su apoyo. Encorajinado, decidió cuidarse con tablas diarias de ejercicio, y continuar su formación como preparador. Devoraba manuales, libros, partidos.

Su abogado y Phil batallaron en tribunales, organismos penitenciarios e incluso escribieron al gobernador del estado y obtuvieron una victoria. No le indultaron, ni conmutaron su pena, pero el último año de presidio lo cumpliría en España, muy cerca de casa.

Dos meses antes de recuperar su libertad recibió una visita inesperada. La de una leyenda de los banquillos del baloncesto patrio, al que había conocido brevemente durante un curso. Javi había tenido una intervención de poco más de 15 minutos explicando la importancia del extra pase y algo debió de mover en el viejo entrenador. Ahora la charla transcurría animosa con el deporte de por medio hasta que el entrenador cambió de tema de improviso: “¿Qué te parecería ser mi primer ayudante en Coruña?”, lanzó. “Coach ¿me está hablando en serio?”, acertó a rebatir el chaval. “Ya te habrán dicho que soy de pocas bromas. Así que sí lo quieres el puesto es tuyo. Creo que llevas mucho basket dentro y es hora de que lo saques. Así que piénsatelo y me dices”. Javier creía estar soñando despierto y contestó rápido para que el hechizo no se acabase: “No tengo nada que pensar. Desde hoy le digo que sí. Mil gracias. No se arrepentirá”. Cuando el veterano abandonaba el habitáculo, a Javier le caían las lágrimas a borbotones. El autobús se detuvo y bajo los peldaños ensimismado. 

Meses después la bellísima capital coruñesa se había engalanado para su debut en ACB. Cuando el árbitro principal se disponía a lanzar el balón del salto inicial un grito restalló desde el fondo del graderío: ¡Ánimo Javi! El chaval, en el banquillo, dejó escapar una escueta sonrisa. Reconocería aquella voz amiga con acento extranjero en el medio de una tempestad dentro del océano. 



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