Que Bill Russell es el mayor ganador de la historia del baloncesto no es rebatible. Sus ratios de eficiencia (11 títulos sobre 13 campeonatos), así lo atestiguan. Un depredador al que le falta un dedo para engarzar todos sus anillos.
Que transformó la concepción del juego no admite discusión. Desde su llegada la defensa cobró una importancia capital, equiparando los dos lados de la cancha. “No se trata de taponar todos los tiros, sino de hacer creer al rival que puedes tapar cada lanzamiento”, rezaba su credo. “Teníamos que procurar mantener el balón fuera de su alcance; era como alejar la comida a un león hambriento”, testimonia JackTwyman, gran anotador en los Royals y posterior comentarista en la NBC. Hegemónico, el poder coercitivo de sus gorras y rebotes tiranizaron la liga profesional norteamericana durante una década. Auerbach le rodeó de compañeros que le hicieron mejor y él les multiplicó exponencialmente sus virtudes para establecer una dinastía histórica. “Tenemos 20 mil espectadores, 10 jugadores, 3 árbitros, 2 canastas y 1 balón. Y lo que ocurra con ese balón es lo único que me importa”, declaraba el dominante pivot.
No es verdad. Bill era serio, incluso agrio. Desapegado con la prensa, no firmaba autógrafos y hasta parecía desubicado en la elitista Boston, pero era de ley, comprometido, frontal y en una época de plena combustión social muy fastidiosa para los de su raza, se convirtió en un firme defensor de la igualdad y los derechos civiles.
“Esta es la historia de un negro y de un profesional del baloncesto”, así prologaba su biografía. Les invito a profundizar en un mito, muy a su pesar, de la historia del deporte, Bill Russell.
Del sur a Oakland
Vino al mundo en Monroe (Louisiana) un 12 de febrero (premonitoria coincidencia con el presidente Abraham Lincoln) de 1934. Cuando contaba 9 años la familia se mudó a Oakland (California) para vivir en una casa de protección oficial. No tuvieron un gran recibimiento: el primer día estaba sentado en las escaleras, pasaron 5 chicos y uno de ellos le golpeó. Se fue corriendo y se lo contó a su madre. Fueron al parque a buscarlos y le obligó a pelearse con cada uno de ellos. Sólo venció a dos, pero a la vuelta recibió consuelo y una enseñanza vital perenne: “No llores. No importa que hayas ganado o perdido. Lo que importa es que desde ahora lucharás por ti. Nunca dejes que nadie te pisoteé”. La vida le dio un bocado irreparable cuando 3 años después una enfermedad renal se llevaba a Kathy Russell, su mamá. Bill enfocó entonces sus afectos hacia el padre que se negó a que sus hijos regresaran a Louisiana con su tía y trabajó de sol a sol en una fábrica por 24 $ a la semana para darlos la mejor educación.
El chaval mataba las horas en la biblioteca pública. Allí se sensibilizó con las historias de sus ancestros esclavos e idealizó a Henri Christophe, primer rey de Haití, que se enfrentó al mismísimo Napoleón. Al baloncesto le condujo su hermano Charlie, que descollaba en el instituto Oakland Tech. En cambio, Bill apuntaba a patito feo: “¿Por qué nos habrá tocado el petardo de los dos?”, maldecía el lumbreras de su primer entrenador en el colegio. Con George Powles, su último técnico en McClaymonds, de inicio tuvo que compartir camiseta con otro compañero. Powles no era un experto en táctica, pero sí un espabilado motivador: “Sois un equipo de negros que sólo puede vencer a los blancos en una cancha de baloncesto sin que se considere un motín. Así que destrozarles”. En su último año de instituto, Bill dio un buen estirón, de 1,70 metros alargó hasta los 1,96 metros y esponjó conceptos, especialmente defensivos (a sus repetidos tapones les bautizaron como “el movimiento Russell”). En la final estatal frente a Oakland Tech muchos ojeadores se mostraban expectantes en su duelo con a O.T. Truman Bruce. No se amilanó. Russell estableció su mejor marca anotadora (14 puntos), alicató el aro propio (12 chapas), deslumbró a Hal DeJulio y ganaron el campeonato. Cuando el ayudante de la Universidad de San Francisco llegó con el cuento a su jefe, Phil Woolpert, éste le ofreció una beca que pilló al muchacho trabajando en la fundición de acero. Bill aceptó entusiasmado la solitaria carta de admisión: “Una escuela pequeña que nadie pudo encontrar. Un tipo alto al que nadie más quería”, reseñaba en sus memorias.
La Universidad de San Francisco
En aquella época los novatos no podían jugar con el primer equipo, así que su debut se produjo en el Pabellón Kezar a primeros de diciembre del año 53. Ganaron a los Bears (osos) de California, Berkeley. Bill anotó 23 puntos y taponó 13 lanzamientos. Todo se vino abajo en los prolegómenos del segundo encuentro cuando un ataque de apendicitis dejaba fuera a K.C. Jones el resto de la temporada, que se cerró con un arqueo de 14 victorias y 7 derrotas.
Con todos sanos, el curso 54-55 arrancaba con triunfo aplastante sobre Ohio State y tope anotador colegial de Russ (39 puntos). Tras ganar en Loyola, los Dons (señores) se vieron aplacados en UCLA (47-40) por las huestes de John Wooden que lideraba Willie Nauls (futuro compañero céltico). Woolpert llamó a capítulo a los suyos, situó a Hal Perry como tercer jugador negro (con K.C. y Bill) del quinteto titular junto a los veteranos Jerry Mullen y Stan Buchanan y el giro dio sus frutos: no volverían a perder en los dos próximos años. Se tomaron la revancha sobre Bruins de UCLA (56-44) amparados en los guarismos descomunales de Russell (28 puntos y 21 rebotes).
En Oklahoma la semana siguiente vivirían un hecho diferencial para la fortaleza del grupo. Los hoteles de la ciudad se negaron a alojarlos, así que decidieron acampar en una antigua residencia de estudiantes. La hiriente discriminación sirvió como acicate al vigorizado colectivo que obtendría el prestigioso torneo All-College al superar a tres rivales de alcurnia: Wichita, Oklahoma y George Washington. En el partido frente a los locales los aficionados segregacionistas les habían lanzado monedas; Russell obró con ironía pidiendo a su entrenador que se las guardase. Su actuación cautivó a Bill Reinhart, antiguo entrenador de Red Auerbach en la universidad George Washington, que descolgó el teléfono: “He visto a un chico que llegará a ser algo. Fija tu vista en él. Es justo lo que necesitas”.
La brillante trayectoria situaba a Wolpert como Entrenador del Año (por delante de Adolph Rupp), mientras Russell era elegido All American. En el escarpado camino a la Final Four, West Texas State enhebró un duelo duro sin balas de fogueo que llevó a Russ dos veces a la lona; éste respondió encorajinado con 29 tantos. Un fuerte constipado le impidió jugar la segunda parte frente a Utah y el marcador se estrechó hasta los 8 puntos. Con el consentimiento de los galenos acometieron el siguiente escollo, Oregon State, en el que se afirmaba un center sueco, Swede Halbrook, de 7 pies y 3 pulgadas. Jerry Mullen, que había polarizado el ataque de los Dons con 24 puntos en el encuentro anterior, se lesionaba en un tobillo al poco de comenzar. Russ sufría dobles marcajes, pues al nórdico le auxiliaba otro gigante, Phil Shadoin. A través de la circulación de balón los de la bahía abrieron otra vía de agua en Stan Buchanan y así llegaron por delante al descanso (30-27). Con 8 arriba y 2 minutos por jugar el choque parecía decantado para San Francisco, pero los Beavers se arrimaron a dos a falta de 13 segundos cuando se señaló una extraña técnica a K.C. Jones. Anotaron el tiro libre y tuvieron en sus manos la victoria, pero el fino tirador Ron Robins marró un lanzamiento esquinado. Antes de arribar, con el susto en el cuerpo, la Final a 4 de Kansas City, rebanaron a Bradley 93-81.
En las semifinales frente a Colorado, entraba de inicio Bob Wiesbusch (gran lanzador) en lugar del diezmado Mullen. El cicatero ritmo ordenado por el coach rival, “Bebe” Lee, y la tercera falta de K.C. en el minuto 15 con tanteo exiguo (16-15) resultaba preocupante, pero la incorporación de Warren Baxter desenfangó la trama. El otro finalista se trataba de La Salle, actual campeón que conservaba a 4 titulares del ciclo pasado, entre los que emergía Tom Gola (23 puntos y 13 rebotes sobre Iowa), aclamado por algunos como “el mejor colegial de todos los tiempos”, que en 1955 firmaría con los profesionales por la cifra más alta pagada hasta entonces a un rookie (15.000 $). El partido se había exportado como el reto entre “Gola The Great” contra “Russell The Remarkable”, pero el convite lo decantó un invitado sorpresa, K.C, Jones que con 6 pies y 1 pulgada, limitó las prestaciones de Gola (6´ y 7´´) a tan sólo 16 puntos. La defensa coral de San Francisco (que impidió anotar tiros de campo en los últimos 9 minutos y medio de la primera mitad) hizo el resto. Además Jones aportó 24 tantos (uno más que Russell) en el título. Russell fue designado MVP del torneo NCAA (primer afroamericano en lograrlo), en el que batió el record de anotación (118 puntos en total) y Woolpert se convertía en el entrenador más joven (40 años) en alcanzar el campeonato con un cuadrilla de chavales de la zona (el más lejano, Hal Perry, provenía de Ukiah, a 100 millas del campus). La ciudad agasajó a sus héroes y la campaña recaudatoria para la construcción de un pabellón propio no dio sus frutos hasta 3 años después.
Repetir galardón se antojaba complicado. Mullen y Buchanan habían cubierto etapa y a K.C. Jones la Asociación de Baloncesto de California (amparándose en que la enfermedad sólo le había permitido disputar un partido en 1953) le permitía disputar la temporada regular, pero una vez concluida, la NCAA le impedía competir en su torneo final. El tándem Woolpert-Giudice abría la puerta del cinco titular a jugadores de segundo año de talento: Eugene Brown, Mike Farmer y el tirador Carl Boldt. El retoque en la composición conllevó también el aumento de las pulsaciones percutiendo con la punzante zona 2-2-1 como fuerza de arrastre. Dejaron a sus rivales en una media de 52 puntos, por los 71 propios, para completar un año inmaculado. Cuando llegaron a la NCAA nadie buscaba coartada en la ausencia de K.C. “Simplemente estaremos cambiando de radios, pero la rueda seguirá girando”, declaraba Bill. Si en los primeros encuentros Brown se había unido a Russell en la anotación, en las semifinales frente a SMU (86-68), Mike Farmer y Warren Baxter tomaron el testigo. Aguardaba Iowa que se había desembarazado de Kentucky y Temple. El inicio de los “Howeyes” derivó arrollador, hasta que Woolpert auscultó al enfermo, estrechó la defensa sobre Carl “Sugar” Cain y apareció Russell empequeñeciendo oponentes con 3 chapas seguidas para erosionar el cauce al encuentro. El 38-33 del descanso aventuraba una victoria relativamente plácida (83-71) con Russ inmenso (26 puntos y 27 rebotes).
Así puso el colofón a un periplo universitario glorioso en el que promedió 20,7 puntos y 20,3 rebotes en 79 encuentros. “Es el mejor defensa que jamás he visto”, le honraba abducido el maestro John Wooden.
Melbourne 1956
Que Bill iba disputar los Juegos Olímpicos lo tenía meridiano. Si no era seleccionado como baloncestista, lo hubiera hecho como saltador de altura, modalidad en la que era considerado el segundo mejor atleta del país (sus 2,06 se quedaron a sólo 6 centímetros del campeón olímpico); amén de que los 400 metros los cubría en 49,6 segundos.
La competición se celebró a finales de noviembre (pleno verano austral) en el Exhibition Building erigido en tan sólo 12 semanas. El gobierno “aussie” había invertido 13.440.000$ en el evento y para el baloncesto australiano resultó un maná, pues legó un botín de 100.000 nuevas licencias.
De los 15 aspirantes, Estados Unidos partía como claro favorito. Gerald Tucker dirigía a una pléyade de estrellas universitarias entre las que asomaban Carl Cain, Robert Jeangerad, K.C Jones y Bill Russell. No hubo color. USA dejó un reguero de cadáveres promediando una distancia de 53,5 puntos. En la final, Russell (14,1 tantos por partido) sólo concedió anotar al gigante soviético Manis Kruminch (2,18 metros) desde la línea de tiros libres, y el marcador (89-55) habla a las claras de la superioridad norteamericana.
El 11 de diciembre, tres días después del regreso, Bill contraía matrimonio en San Francisco con Rose Swisher, sobrina de uno de sus profesores en McClymond. Tuvieron dos hijos (Bill Jr y Jacob) y una niña (Karen), antes de separarse en 1969. Al enlace acudió todo el equipo olímpico.
Construyendo un equipo
El mítico dueño de los Celtics (y de los Bruins de hockey sobre hielo), Walter Brown, contrató en 1950 a un joven Arnold “Red” Auerbach como entrenador de la franquicia. Durante el siguiente lustro el equipo se embarrancaba en los play off. La defensa y el contraataque que preconizaba como patrones el técnico neoyorkino adolecían de un center que les otorgara el balón. La búsqueda del pivot milagroso le llevó incluso a desechar a Bob Cousy, ídolo local en la universidad de Holy Cross, en favor de Charlie Share, un poste de 2,10 metros, al que después intercambiaría por Bill Sharman y Bob Brannum. Claro que la verborrea de “Red” tampoco ayudaba a aliviar la calentura de la parroquia: “Lo que quiero es ganar, no fichar a palurdos que cuenten con el favor del público. Necesitamos a alguien que nos consiga balones en los tableros”.
La suerte echó una mano a a Auerbach para traer al “Houdini del basket” al Garden. Los Tri-Cities Haws habían elegido a Cousy en el draft, pero éste no quería jugar fuera del área de Boston y tenía decidido dejar el baloncesto y montar una gasolinera y una autoescuela. Ante la negativa del jugador, el propietario Ben Kerner (que le había ofertado 7.000 $) resolvía traspasar sus derechos a los Chicago Stages. A los pocos días éstos desaparecieron, al igual que los Bombers de St. Louis, de los que “Red” arañó a un excelente pivot de 203 centímetros, Ed Macauley. El cierre de franquicias propició que algunos jugadores se encontraran sin destino. Los nombres de tres de ellos, Max Zaslofsky, Andy Phillip y Bob Cousy, se hallaban en el interior de un sombrero. A Boston le correspondió el tercero, el que teóricamente menos caché tenía. Pese a su tiro ramplón, su dominio de balón y sus fantásticos pases convirtieron a Cousy en la principal atracción de la Liga tras el abandono de George Mikan.
Bill Sharman era un magnífico lanzador, un avanzado del deporte (programaba sesiones de tiro, salía a correr a diario y cuidaba al detalle la alimentación) y constituía el complemento perimetral perfecto del genial Cousy. Con Frank Ramsey, Auerbach colmaba su línea de flotación exterior, inventándose la figura del sexto hombre. El avezado y arriesgado judío le había elegido con un año de anticipación en el draft, pero la apuesta se demostró ganadora. Su poderío físico y constante anotación (13 puntos en 23 minutos de media en su carrera) le abrieron las puertas del Hall of Fame.
Por dentro, a Ed Macauley se sumó en distintas épocas el singular Gene Conley que llegó a ser campeón en dos deportes profesionales. Era el pitcher titular de los Braves de Milwaukee en las series mundiales del 57 frente a los NY Yankees. Además lanzó para los Philadelphia Phillies y los Boston Red Sox. Auerbach lo firmó por consejo de Sharman en la temporada 52-53 y regresó a los Celtics para entre los años 58 y 61 desempeñar la figura de fiero sustituto de Russell en la pintura (Bill detestaba enfrentarse a él en los entrenos).
Jim Loscutoff o Chuck resultaron buenos complementos, pero al pastel le faltaba la guinda. El tenaz Auerbach había salivado con las insinuaciones de su viejo maestro Reinhard y entre bambalinas había puesto sobre la pista de Russell a Pete Newell, Dan Barksdale y Fred Scolari. Éste último resume el pensamiento del trío: “No es capaz de acertar al canto del tablero, pero es simplemente el jugador de baloncesto más grande que yo haya visto jamás. Si quieres a alguien que te consiga el balón, él lo hará”. Ni las desastrosas actuaciones del center en el All Star universitario de NY ni en los encuentros preparatorios de la selección olímpica en Washington en presencia de Brown y Auerbach desanimaron al tozudo entrenador que incluso agradeció la sinceridad del joven “Siento la forma en que he jugado. Es la vez que peor he jugado en mi vida y siento que hayáis tenido que verlo”. A lo que el técnico respondió socarrón: “Si es así, más vale que te quedes en Melbourne porque yo me volveré a entrenar a un instituto en Brooklyn”. A la vuelta, Red confesaba a su jefe: “Ningún jugador me había dicho jamás algo así. Cuando juegan mal todo son excusas”.
El fichaje que cambió la historia
Bill se convenció él solito de que los Harlem Globetrotters no era su sitio. Se rumoreaba que le ofrecían 50.000 $, pero cuando Abe Saperstein, el dueño del espectáculo, le ninguneó en la reunión tripartita que había establecido con el entrenador Woolpert, el muchacho no quiso saber nada más.
El problema radicaba en que Boston Celtics elegía en 7ª posición del draft, por lo que habría de mercadear con mucha gente y especial tacto para hacerse con el mozo.
Los Rochester Royals eran los primeros en la lotería, pero ya disfrutaban de otro buen pivot, Maurice Stokes, no tenían suficiente dinero para atender las demandas de Russell y su propietario, Lester Harrison, estaba más interesado en el hockey, por lo que Brown le echó una mano para evitar el cierre de los Ice Capades. El poco aclamado base, Sihugo Green, fue escogido como nº 1 del insigne draft de 1956.
El segundo lugar recaía en los Haws, un serio aspirante al título en manos del peculiar Ben Kerner. En Boston jugaba un lugareño de St. Louis, Ed Macauley. A su hijo le habían diagnosticado una meningitis espinal que finalmente devino en una parálisis cerebral, por lo que la prioridad del jugador era regresar a su tierra con su familia. Auerbach lanzó el cebo ofreciendo el trueque de Macauley (All Star) por el prometedor Russell, pero el dúo Kerner-Marty Blake no picó y exigió adicionalmente a Cliff Hagan, un interesante proyecto de alero que había triunfado en la exigente universidad de Kentucky. Entonces el acuerdo se cerró con satisfacción para ambas partes, pues los nuevos halcones fueron decisivos en el título del 58. Para Boston supuso el draft más fecundo de su historia. Al ansiado Russell se unirían K.C. Jones (al que sus obligaciones militares demoraron 2 años su andadura profesional) y el magnífico ala Tom Heinsohn, en la elección territorial, que se encaramaría como novato del año (al acreditar 16,2 puntos y 9,7 rebotes). Auerbach ya contaba con el portaviones de su Armada Invencible. Concluía la época de siembra.
El inicio de la dinastía céltica
Tras un breve cortejo, Russell firmaba su primer contrato profesional a razón de 17.000 $ anuales. El 22 de diciembre de 1956, en partido televisado para toda la nación, debutaba en la Liga ante un expectante Boston Garden frente a St. Louis. Los Celtics llegaban a la cita con un balance de 16-7, tras dos derrotas consecutivas. En la previa “Red” espantó miedos: “Sólo quiero que hagas lo que sabes y que eso nos ayude a ganar. Yo no contraté a un anotador”. A la orden. Los Celtics vencieron gracias a una suspensión de Sharman. Bill colaboró con 6 puntos y 16 rebotes en 21 minutos y 3 tapones colosales al gran Bob Pettit. En adelante su nombre iría unido al shamrock (trébol verde), sería pronunciado con pasión y virulencia por el cronista Johnny Most y desgastaría sus suelas en el irregular parquet del Garden “hay que conocerlo para saber dónde va el balón, pues parece que un fantasma juega con él a su antojo”, observaba Cousy. Su imagen se haría tan célebre como la de la figura que presidía la cancha, el duende irlandés Leprechaun.
En su primera semana algunos de sus oponentes, Bob Pettit, Neil Johnson (a éste, máximo anotador de la Liga en 3 ocasiones, le tomó la medida al 4º partido cuando le dejó sin anotar) y Harry Gallatin le hicieron ver cómo se las gastaban en la NBA. Tras el partido del Madison algunas críticas arreciaron exacerbadas comparando al recién llegado con Walter Dukes, el pivot que apuntaba alto en Seton Hall y que, tocado en una rodilla, los de la Gran Manzana habían traspasado a Lakers. Gallatin se sobró ante los medios: “Tiene que aprender mucho”. Cousy tomó por los hombros al novato: “Tienes que machacarles, que volverles rabiosos, hacerles saber que si ellos te dan un golpe, tú puedes darles dos”. Carlos Braun, riñó a su compañero en el vestuario de los Knicks: “Igual te has envalentonado demasiado pronto”. Efectivamente, en el siguiente enfrentamiento Russell estaba preparado y borró del mapa inmisericorde al petulante Gallatin.
Hasta el partido número 12 no apareció como titular y no se terminó de sentir muy cómodo, pues Sharman y Cousy, un tanto desconfiados con las posibilidades anotadoras del joven, posteaban y le apartaban de su hábitat. En un tiempo muerto, “Red” preguntó al cariacontecido chaval y éste no se amilanó: “Yo juego de pivot. Siempre lo hice. Juego ahí dentro ¿sabéis?”. El entrenador se volvió hacia los suyos para patrimonializar el discurso: “Ok, nadie va a jugar ahí dentro, salvo Russ. ¿Habéis oído bien? Nadie”. Por mucho que Cousy siempre ponderara el desempeño solidario de Auerbach “nos trataba a todos por igual… nos chillaba a todos”, encubría la realidad. “Déjame insultarte a gusto, que vean que también lo hago contigo, pero nada de lo que te diga tiene valor”, pactó el técnico con su buque insignia.
En su debut obtuvo 706 puntos y 948 rechaces en 48 partidos (con 19,6 alcanzaba el mejor promedio de la Liga, pero la distinción de máximo reboteador recayó en Maurice Stokes que disputó 24 partidos más). Se plantaron en la Gran Final. El rival, St. Louis Haws, de contrastada calidad (Charlie Share, Slater Martin, Alex Hannum, Ed Macauley, Cliff Hagan y Bob Petitt), había cerrado con un balance mediocre (34-37) la regular season y tres entrenadores en el trayecto, Red Holzman, Slater Martin y finalmente Alex Hannum (los dos últimos bajo la figura de entrenador-jugador). Las series se abrieron con sorpresa cuando tras prórroga los Haws afanan la ventaja de campo en Boston (123-125) en un formidable partido de Bob Pettit (37 tantos). Los Celtics restablecieron las tablas y la contienda se trasladó a St. Louis en medio de un ambiente febril con lanzamiento de huevos e insultos a los jugadores de color. En la rueda de calentamiento Cousy y Sharman presumieron que el aro no estaba a la distancia adecuada y se lo comentaron a Auerbach que, con las mismas, se fue a la mesa de anotación para reclamar a los árbitros. Kerner pensó que era una treta de Red y se encaró. Éste le sacudió un puñetazo en la nariz de la que manó abundante sangre. El entrenador sólo fue multado con 300 euros y los Haws avanzaron 100-97. El cuarto partido devolvió el empate tras el triunfo visitante. Las siguientes victorias locales conducían la serie al 7º en Boston. Pettit anotó dos tiros libres para forzar la primera prórroga y una canasta en suspensión de Jack Coleman dio paso al segundo tiempo extra. Con 125-123 para Boston y 2 segundos por jugar los Haws ponían en juego el balón desde su propio fondo. La jugada ideada por el maquiavélico Bannum estuvo a punto de quedar para la posteridad: sacó de fondo con el objetivo de que su pase de beisbol atravesara toda la pista y diera en el tablero para ser recogido por Pettit. El dibujo salió perfecto, pero el lanzamiento del astro (en 50 minutos había encestado 39 puntos y tomado 19 rebotes) fue escupido por el aro. Los Celtics ganaban su primer anillo liderados por un estratosférico Heinsohn (en 37 puntos y 23 rebotes) que distrajo un horrible día en el lanzamiento del perímetro (5/40 entre Cousy y Sharman). Auerbach, enajenado, recorría la pista. En el vestuario corrió la cerveza y afeitaron la barba de Russell. Sus compañeros siempre rememoraban una jugada “The Coleman Play” en la que recuperó la ventaja que le llevaba Jack Coleman para con un tapón evitar que los Haws se pusieran por delante a 40 segundos de cumplirse el tiempo reglamentario. La señalaban como la génesis de un campeonato, de una dinastía.
La venganza se sirve fría. Boston reforzó en la campaña siguiente su rotación exterior con los Jones, K.C. y Sam Jones, llamados a dar muchas alegrías en el futuro. Russell batió todos los registros reboteadores (22,7 rechaces por noche) y era nombrado MVP por los jugadores. Paradójicamente los periodistas no le eligieron en el quinteto ideal. De cara a las eliminatorias, la lesión en la rodilla de su recambio, Jim Loscutoff, limitó las posibilidades célticas. Russ estuvo muy sólo frente al arsenal mostrado por los de St. Louis en la pintura (Pettit, Share, Macauley y hasta Hagan). Jugó diezmado por la torcedura en un tobillo y Pettit realizó una de las exhibiciones más portentosas que se recuerdan (50 puntos, incluídos 19 de los últimos 21 de su equipo) para alcanzar el título en el sexto partido. El sueño de Kerner se había completado y regaló un anillo a cada uno de sus jugadores, pero erró permitiendo la salida del sabio entrenador Hannumm por discrepancias salariales.
Los Minneapolis Lakers, con el deslumbrante rookie Elgin Baylor de faro, eran sometidos sin piedad en la final de la temporada 58-59 por los Celtics. Su entrenador John Kundla se parapetaba en el factor Russell como distintivo: “No temíamos a los Celtics sin Russell. Si lo quitabas a él podríamos derrotarles. Nuestra primera desventaja con él era psicológica, nos martirizaba cada segundo. Cada uno de mis jugadores pensaba como evitarle al acercarse al aro”. Los Celtics las habían pasado tan canutas en la fase previa para superar a los Nationals de Siracusa (del magnífico Dolph Schayes) que en un momento dado de la retransmisión del 7º partido (ganado por Boston 130-125) a Johny Most, con la emoción, le saltó la dentadura por los aires.
Un año más tarde aluniza en la liga de manera fantástica el que sería su principal competidor, Will Chamberlain. Se cruzan en las finales orientales. Will supera claramente en anotación (81 puntos más a Bill), pero sus Philadelphia Warriors caen 4 a 2. Nuevamente los Haws oponen una brutal resistencia en las series finales que los Celtics resuelven en el séptimo en casa (122-103) con una exhibición reboteadora de Russell (36 rechaces más 22 puntos) que maravilla al propio Pettit: “Nos ha hecho pensar en cada momento que estábamos fuera del partido”. El juego solidario de los Celtics quedaba plasmado en el reparto democrático de puntos de sus componentes: Heinsohn (22), Cousy y Sharman (19 por barba) y Russell (17), con la participación cada más importante de los Jones y de Tom “Satch” Sanders. La confrontación se repetiría en la final 12 meses más tarde, pero esta vez el aguante de los Haws fue mucho más liviano (4-1). Bill Sharman anunciaba su retiraba y a Sam Jones le llegaba la oportunidad como titular.
La rivalidad con LA
En la temporada 61-62 germinaba un duelo que se habría de convertir en histórico. Los Lakers, ya mudados a Los Ángeles, alcanzarían dos finales consecutivas. Por entonces la diferencia entre ambos era sideral. 6 componentes de la plantilla céltica entrarían en el futuro Salón de la Fama, por sólo 2 de sus rivales. Los Celtics habían ganado 4 de los últimos 5 campeonatos celebrados, mientras que los jugadores californianos recorrían la ciudad en camionetas con altavoz en el techo para atraer adeptos: “Vengan a ver a los Lakers jugar”, vociferaban. Se detenían en cualquier parking, colgaban una canasta y realizaban una pequeña exhibición. Si los Rams o los Dodgers congregaban 100 mil espectadores, al baloncesto profesional apenas acudían 3 mil (la audiencia ascendió copiosamente cuando la directiva contrató para la retransmisión de los partidos al carismático Chick Hearn). Esa campaña quedaría absorbida para siempre por los records insuperables de Wilt Chamberlain en los Warriors (100 puntos en un partido y 50,4 de promedio por noche). Lejos se ubicaría el MVP, Bill Russell, que en sus mejores guarismos anotadores (18,9 puntos) pilotaría a su equipo a las 60 victorias y a un nuevo trofeo. Despachó a Lakers con 30 puntos y 40 rebotes en el 7º, pero los angelinos tuvieron el tiro para la victoria.
En el año siguiente, Cincinnati Royals (dirigidos por el exuberante hombre orquesta -28,3 puntos, 10,4 rebotes y 9,5 asistencias- Óscar Robertson) puso contra las cuerdas a los del trébol, que necesitaron de otro 7º partido, en el que Cousy emergió con luz propia (21 puntos, 11 asistencias), para acudir a la final. Les esperaban los Lakers. La serie viajaba a California con 3-2 a favor de Auerbach y compañía. Con 9 arriba para los Celtics y 11 minutos por jugar, Cousy se daña un tobillo y abandona la cancha. Los locales huelen la sangre y con West y Baylor aguijoneando, se ponen por delante. Pero “Cooz” Cousy no podía permitir que le amargaran su despedida y a falta de 4:43 regresa para adueñarse del partido y conquistar su último título. El presidente Kennedy, conocido bostoniano, cobijó al equipo en la Casa Blanca (el año anterior la crisis de los misiles en Cuba había imposibilitado la tradicional visita). El protocolario acto se alargó casi una hora. A la salida Tom Sanders se despidió del presidente nº 35 de la manera más cordial: “Cuídate chaval”, le soltó. Apenas 2 meses más tarde JFK era asesinado en Dallas.
Chamberlain accedía por primera vez a las finales en el curso 63-64, pero el rodillo verde no dio opción a sus San Francisco Warriors (4-1). Russell batía su registro reboteador (24,7), superando por primera vez a Will. El valeroso John “Hondo” (por su parecido con el actor John Wayne) Havlicek se distinguía como el máximo anotador (19,9) de los de Massachussets partiendo desde el banquillo. El binomio exterior se había asentado: Sam Jones sobresalía como hiriente anotador y la entrada de K.C. Jones en el quinteto titular había añadido un punto de fiereza atrás. “Quizá desplegamos el mejor juego defensivo de todos los tiempos”, manifestaría Russ.
¡Havlicek roba el balón!
Poco antes del All Star se había concretado el traspaso de Will Chamberlain por los Sixers de Philadelphia, por lo que se presumía que el vencedor en el Este tenía todas las papeletas para hacerse con el anillo. 6 victorias locales dejaron la solución en el Garden. Con 110-103 y apenas 2 minutos para la conclusión, Auerbach encendió el “puro de la victoria”. Casi se le atraganta. Sus chicos se embrollan y Chamberlain anota 6 puntos seguidos para un total de 30 y 32 rebotes. Russell (15 y 29) comete un error de principiante y su saque de fondo golpea en la parte de atrás del tablero. Tiempo muerto con posesión visitante. Dolph Schayes, conocedor de los pésimos porcentajes de Chamberlain desde la personal, diseña en la pizarra una jugada para que lance Chet Walker, pero “Hondo” se huele el pastel y desvía el balón en una de las intercepciones más mediáticas de siempre. Johny Most casi pierde la voz en el relato. Tom Heinsohn se jubila a lo grande: octavo anillo de la franquicia con endeble oposición de los Lakers (4-1).
Auerbach anuncia que cuelga los hábitos
Sí. En el otoño del 65, “Red” comunica que aquella será su última temporada en los banquillos. Revalidar galardón no parece tarea sencilla: sus chicos envejecen y los rivales se refuerzan. Los Sixers, por ejemplo, han firmado, procedente de la Universidad de Carolina del Norte, al todoterreno Billy Cunningham y clausuran la regular season como líderes del Este. Los Royals de Robertson llegan a adelantarse en la serie frente a Boston, pero los verdes saldan la eliminatoria en el 5º (3-2). Con energías renovadas toman al asalto Filadelfia en el Este y la eliminación (4-1) le cuesta el puesto a Schayes.
Auerbach tiene enfrente a su otro enemigo antagónico para rematar su carrera: los Ángeles Lakers con la más talentosa línea exterior del momento –Goodrich, West y Baylor-. En la apertura, derriban el Garden en la prórroga. En la previa del segundo partido, el zorro “Red” da un golpe de efecto al divulgar que el próximo técnico celta será Bill Russell. Consecuencia: tres victorias de los suyos. Pero los angelinos no claudican y se llevan los dos siguientes choques (Baylor se ha mostrado sublime en el quinto con 41 puntos). Nadie se quiere perder la despedida del maestro y el Garden rebosa expectante. Los locales salen sin cadena y maduran ventajas elevadas. Entran en el último minuto con 10 arriba y West lima la distancia con 2 encestes. Restan 16 segundos y el propio gobernador del estado le enciende el famoso puro. ¡En qué hora! Los Lakers se sitúan a 2 con sólo 6 segundos, pero Boston aguanta la posesión hasta el bocinazo. Carcomido, tiempo después el entrenador rival, Fred Schaus, manifestaría: “Nadie sabe cómo me habría gustado ganar aquel partido”. Russell homenajeó a su mentor a su manera con 25 puntos y 32 rebotes. Del dichoso puro cuentan que en cierta ocasión una compañía tabacalera regaló 5.000 cigarros a los hinchas de los Royals bajo la premisa de que los encendieran cuando el partido estuviese ganado. Red puso tal énfasis a sus chicos que mediada la segunda parte estaba prendiendo su habano.
Enfrentarse al racismo
Rueda de prensa de presentación. Un maléfico periodista lanza el primer dardo:
- ¿Cómo primer entrenador negro de las grandes ligas puede ser imparcial sin prejuicios raciales?
- Sí, responde lacónico y seco Bill.
- ¿Cómo?
- Porque el factor más importante es el respeto. Y el baloncesto respeta a un hombre por sus habilidades.
Russell había sufrido en sus carnes la discriminación y siempre se había rebelado. Jamás borró el día que un policía obligó a su madre a cambiarse de ropa “porque parecía una blanca con un vestido tan elegante” ni cuando el empleado de una gasolinera apuntó a su padre con una escopeta por negarse a esperar a que terminara de repostar el último blanco. En 1961 habían devuelto las llaves de la ciudad al alcalde de Marion, Indiana, cuando tras disputar un partido amistoso se negaron a servir en un restaurante a los jugadores de color. Por idéntico motivo, los componentes de raza negra de los Haws y los Celtics rechazaron participar en un encuentro de exhibición en Kentucky. Firme defensor de la igualdad de derechos, asistió a la marcha del doctor King sobre Washington, apoyó a Muhammed Alí cuando éste se negó a alistarse en la Guerra de Vietnam (le retiraron su licencia boxística 3 años y medio), voló hasta Misisipi (sin escolta) tras el asesinato de Medgar Evans en apoyo de los activistas negros y viajó por diferentes países africanos para conocer la tierra de sus antepasados. 21 jugadores negros le precedieron en la NBA, siempre creyó en la importancia del asentamiento de grandes jugadores de color (Baylor, Robertson, Chamberlain o él mismo) en el camino hacia la convivencia y la igualdad. Entró en la historia cuando en diciembre de 1964, al lesionarse John Havlicek, “Red” dio entrada durante 16 partidos como titular a Willie Naulls para integrar el primer quinteto enteramente negro de la Liga profesional. Como para que le viniera un bobo a preguntarle por prejuicios raciales…
Auerbach siempre le había servido de bálsamo: “No les des importancia. Tendrías que haber visto a esa gente cuando no elegí a Cousy”. Y es que su relación con la selecta Massachussets siempre anduvo entre brasas: “Preferiría estar encarcelado en Sacramento que ser alcalde de Boston” afirmó cuando le ultrajaron su casa con leyendas obscenas en las paredes y defecaciones en su propia cama. La ceremonia en que los Celtics retiraban su camiseta con el número 6 se celebró en la intimidad por su expreso deseo. Tampoco acudió a la fiesta de entrada en el Hall of Fame, denunciando el racismo de alguno de sus miembros fundadores (como Adolph Rupp). Obama le concedió la medalla presidencial de la Libertad en 2011 con la misma ha posado estos días en Twitter para protestar contra las políticas discriminatorias de Trump.
Entrenador/Jugador
Cuando el avispado Auerbach sabía que iba a ascender a los despachos propuso a Heinsohn como sustituto, pero éste declinó la invitación. Entonces lo tuvo claro, Bill sería su hombre. Como también presumía que éste rechazaría su oferta, urdió una maniobra infalible. Con las primeras calabazas, le emplazó a una nueva cita en la que el jugador había de llevar 5 nombres preparados, pero la lista parecía famélica, así que Auerbach susurró un nuevo candidato. Al oírlo, Russell marchó enfurecido: jamás jugaría para el postulado. Ya en su casa recapacitó y llamó a su futuro manager aceptando el puesto. “Es la decisión correcta. Nadie puede motivarte mejor que tú”.
En el verano los Sixers se rascaron el bolsillo y le firmaron a Wilt Chamberlain 100 mil $ anuales, para conformar una de las plantillas encumbradas entre las mejores de la historia (Hal Greer, Chet Walker, Luke Jackson, Billy Cunningham, Matt Guokas y el propio Chamberlain). El proyecto exigía las capaces manos de Alex Bannum, que convenció a su estrella de las bondades del juego colectivo y éste rebajó sus registros encestadores (24,3 puntos con un 68,3% en tiros de campo), consolidando sus cifras reboteadoras (24,2 rechaces), repartiendo el balón (sus 7,8 asistencias le elevaron al tercer puesto en la Liga) para que hasta 5 de sus colegas alcanzaran los dobles dígitos anotadores. Auerbach había reaccionado con prontitud, subiendo la puja para darle un dólar más a Bill. Los Celtics completaron un curso excelente con un bagaje de 60 victorias, que palidecía ante el recuento de sus vecinos (69-13). Los de Filadelfia se mostraron intratables en el cruce oriental: era su año. Los Sixers no estaban para armisticios (4-1) con Chamberlain en el centro de las miradas (22 puntos, 32 rebotes y 10 asistencias a lo largo de la serie). “Ha jugado como yo”, declararía Russell. Los San Francisco Warriors del maravilloso Rick Barry tampoco fueron obstáculo (4-2) en la final.
En Boston tragaron saliva. Orejas tiesas y culo prieto. Pese al favoritismo de los Sixers que se colocaron 3-1 por delante el año siguiente, los Celtics reaccionaron revirados por los titulares de la prensa de Filadelfia que los daba por muertos en los prolegómenos del quinto. Wayne Embry escribió la palabra “Orgullo” en la pizarra del vestuario y Havlicek se descolgó con una actuación descomunal -29 puntos, 10 asistencias- “en partidos como éste si se te caen las entrañas al suelo, las recoges y sigues jugando”, para situar el 2 en el casillero verde. Dos triunfos más contra pronóstico abonarían el pisado terreno de la épica céltica. El décimo anillo lo cosecharían a costa de sus antagonistas adversarios, los Lakers (4-2).
La noche de los globos
Cuando Chamberlain firmó para unirse a West y Baylor parecía que los Celtics tenían a todos sus enemigos delante. Achacosos, concluyeron cuartos en el Este, con desventaja en todos los cruces de postemporada, pero como se escribió en Sports Illustrated “jamás hay que fiarse de un equipo por encima de los 30 años”. Ante aquel desafío homérico, Boston despejó contrarios hasta encarar la gran Final. Jerry West había alzado la voz en la apertura de la serie con dos demostraciones celestiales (53 y 41 puntos), pese a que en la previa de la primera le había comentado a Bill: “Me siento vacío”. Avanzado el choque se volvieron a cruzar: “Con que vacío ¡eh! Estuviste llenando mis oídos de viento para engañarme”, le gritó malhumorado el burlado center. Ya en el cuarto encuentro, Sam Jones obró el milagro con un afortunado enceste.
Y en éstas se llega al séptimo partido, el del patíbulo, el escenario predilecto de Bill Russell y su tropa. El pivot siempre salió triunfante en los quintos encuentros de las series a 5 y en los séptimos de las eliminatorias a 7, a los que llegaba al vestuario con su traje negro: “Soy el enterrador, he venido a enterrar a estos tíos”, pronunciaba crepitante, tieso cual paracaidista, con el ceño fruncido.
El millonario Jack Kent Cook, dueño de los Lakers, se pavonea ufano colocando 10.000 globos en el techo del Forum para soltarlos en la celebración del título. Incluso se había llegado a definir el orden de las entrevistas, una vez finalizado el encuentro. Los Celtics arriban el cuarto definitivo con una ventaja importante 76-91, pero Sam Jones cae eliminado y Bill Russell comete su 5ª personal. La edad pasa factura, los celtas se tientan las prótesis hasta parecer sitiados (102-103), pero a los angelinos les pesa la presión y no logran ponerse por delante. Un defensor amarillo mete una mano por detrás, el balón sale despedido y le sorprende a Don Nelson en la cabeza de la bombilla para convertir uno de los tiros más agraciados de la historia. La que también señala al entrenador local, Butch Van Breda Kolff como uno de los culpables del anillo nº 11 de los Celtics: nadie entendió como mantuvo en el banquillo a Chamberlain los últimos 6 minutos, después de que éste requiriera insistente su presencia tras haber salido lesionado. Con el 106-108 definitivo había que oír a ese Johny Most: “Pinchamos sus globos, la orquesta de USC está recogiendo sus bártulos y el champán se ha quedado sin gas”. Los globos fueron donados a un hospital infantil de Los Ángeles.
Sin casi poder articular palabra, Bill Russell pondría fin así a su incomparable carrera como jugador. Con posterioridad alargó su vínculo con el baloncesto como entrenador de Seattle Supersonics, de los que también fue manager general, y Sacramento Kings, y comentarista televisivo.
La rivalidad con Chamberlain, el idilio con Auerbach
Contrariamente a lo que pudiera pensarse Wilt y Bill se llevaban bien. Russell cenó muchas veces en Acción de Gracias en casa de los Chamberlain: “Pórtate bien con mi chico”, le decía sonriente la matriarca cuando salía por la puerta. Sólo se mantuvieron distanciados cuando Russell declaró que su oponente se había borrado en aquel último encuentro de su carrera. Con el tiempo le pidió perdón e hicieron las paces hasta el punto de que cuando Wilt prematuramente falleció de un infarto, su sobrino se acercó a Bill en el funeral comentándole que, llegado el caso, tenía una lista de personas a las que telefonear: Russell estaba en el segundo lugar de la misma.
Chamberlain, el jugador individual más dominante de la historia, alababa a su oponente: “Probablemente yo no hubiera encajado tan bien en los Celtics como Russ. Tenía que cumplir un papel y el resto de los jugadores el suyo a la perfección”. Queda dicho que el céltico por lo general siempre estuvo mejor rodeado, pero “su deseo por la victoria marcaba diferencias” (Bob Cousy). Ese ansia que le innoculaba a diario Auerbach, “Red pensaba más tiempo en ganar que yo en comer cuando era niño”. El hombre del puro además le educó en el espíritu de grupo: “Me llevaba bien con los compañeros sin necesidad de besarnos el culo. Éramos un grupo de hombres unido que me dieron momentos memorables. Hacer que los demás jugasen bien era una sensación que iba más allá”. Idolatraba a su técnico: “No recuerdo un jugador suyo que no sintiese admiración por Red. Tampoco a ningún rival que no le odiara”. El sentimiento era recíproco: “Se hacía fuerte en las ocasiones más difíciles. Sería el mejor pivot de la NBA en la actualidad”, le adularía muchas décadas después.
Aún así Chamberlain con frecuencia se quejó: “No se trataba de uno contra el otro, sino de Wilt contra hasta 7 Hall of Fame… Bill era el incuestionable ganador y yo el perfecto perdedor”. Jerry Lucas, el célebre jugador de los Royals tercia en la polémica: “A Wilt le obsesionaban los records, mientras que Russ sólo se preguntaba qué podía hacer para ganar”.
¿Con quién irías a la guerra?
“Pienso que Wilt es mejor jugador que Russell, pero yo escogería a Bill para un partido final… Hay que ser deportista para entenderlo”. Amen, pues la declaración viene de uno de sus más fieros oponentes, Jerry West.
“Era como ver a Willie Mays (mito del beisbol) o a Cassius Clay por primera vez. Sabes estás ante un jugador único”, vislumbraba el reportero Leonard Koppett. “Se apropiaba de los tableros. Nunca había visto un jugador de su talla con esa capacida atlética” ahonda Tom Heinsohn. “Era el jugador más rápido de la Liga. Larry Costello era demasiado ligero para mí. Siempre me daba problemas y entonces aparecía Bill”, agradece Cousy.
Con 2,07 metros de estatura, nunca fue más allá del tercer máximo encestador del equipo. Pero su dominio del rebote hacía esencial su primer pase rápido de contrataataque. De movimientos limitados (se apoyaba sobre todo en su gancho de izquierda), con su certera lectura del juego encontraba al compañero mejor situado. “Tú tienes que guardar tu canasta y eso Bill lo hace mejor que nadie” (Pete Newell). Con las alas desplegadas, su imponente envergadura (2,24 metros) obstruía las vías rivales. “Recordaba los movimientos de sus oponentes y ajustaba su repertorio. Pensé que era testigo del cambio del baloncesto profesional” (Charlie Share). Su tiempo de salto se acoplaba con la precisión de un reloj suizo. Si caía en una finta, siempre volvía. Los equipos apuraban ataques más rápidos (a finales de los 50 el promedio de posesión apenas duraba 11 segundos) y con mejor circulación de balón para hallar lanzadores librados. “Nadie se había preocupado de taponar tiros antes que él” (Red Auerbach).
“Los Celtics tendría que agradecer a Dios eternamente el hecho de tener a Russell” (Dolph Schayes). ¡Y tanto!
¿Alguien duda que Bill Russell cambio la historia del baloncesto?
Entre la variada bibliografía consultada destaco La Leyenda Verde de Juan Francisco Escudero y Antonio Rodríguez, auténtica biblia en castellano del universo céltico, y los maravillosos relatos publicados en sus libros por Gonzalo Vázquez.