Nadie del gran público había oído hablar de él cuando le convocaron de urgencia con los profesionales. “A las 11 en punto preséntate sin falta en la puerta de jugadores”, le había comunicado su entrenador en el junior.
Recién llegado le habían acomodado temporalmente en una pensión de confianza junto a un argentino que se pasaba el día canturreando rap. No pegó ojo. No esperaba la noticia. Le había costado un mundo salir del pueblo y todavía estaba cogiéndole el aire a la ciudad. “Sólo te falta la boina y las gallinas”, le vacilaba el que a la postre se convertiría en su mejor compañero y en su lazarillo en la urbe.
Retraído, tímido, era en la cancha donde más a gusto se mostraba. En el instituto pasaba desapercibido (y disfrutaba en el anonimato). Un poco más alto de lo normal, bastante más silencioso de lo corriente, sus notas no sobresalían de la media. Sólo un puñado de colegas conocía que ese verano había llegado de fuera para jugar al baloncesto en el club local.
Llegó con tiempo a la parada del bus que conducía al pabellón. No tardó ni cinco minutos en pasar el 7 (precisamente el número que se enfundaría ese día). A cuarto de hora para alcanzar su destino empezó a salir humo del motor, el conductor detuvo el vehículo y explicó a los pocos ocupantes que aquello pintaba mal y que debían de aguardar un rato para tomar el siguiente. Al chico le dio un vuelco el corazón. Las diez y media. ¿Y si no llegaba a tiempo? Sin pensarlo, echó a correr siguiendo el único itinerario que conocía, el mismo que repetía a diario con el autobús. Boqueaba cuando al atravesar el parque divisó el pabellón. Aminoró la velocidad y acompasó pulsaciones.
A unos 50 metros del portón de entrada un niño que no alcanzaría los 10 años apretaba la mano de su padre. El peque le señaló para que se detuviera. “¿Me firmas un autógrafo?”, le soltó cuando se cruzaron ante la incrédula mirada del progenitor.
El junior continuó camino como si no le hubiese oído pensando que el crío no se refería a él y acrecentó el paso cuando constató que el resto de sus compañeros seniors iban traspasando el pórtico de acceso. El chavalín no soltó a su padre, pero se armó de valor y vociferó: “Perdona, ¿tú no eres Carlos, ese que ha venido de Alcázar que dicen que es tan bueno? Al escuchar su nombre no pudo esconder su asombro. Se viró sin detenerse para gritar: “Sí, soy Carlos, pero de verdad que no me puedo parar. Si llego tarde a mi primer partido, me matan. A la salida esperarme aquí y te firmo lo que quieras. Mil gracias y mil perdones”.
En ese instante sprintó porque observó que por el otro lado venía el entrenador, que esbozó una mueca divertida cuando comprobó que el chaval navegaba en sudor. “Pues sí que tienes ganas de jugar”. El chico bajó la cabeza un tanto avergonzado y el experimentado adiestrador redujo la incomodidad con una carantoña “vamos que hay que dejar algo para luego, que el rival viene fiero”. Ya en el vestuario, como no había realizado ningún entrenamiento con el primer equipo, el técnico le presentó: “Éste es Carlos. Le hemos firmado este año y como falta Luis, hoy nos va a ayudar a ganar el partido”.
“Bienvenido chico”, dijo uno. “Ánimo”, se escuchó del otro lado. “Vamos zagal que nos han dicho que eres un monstruo”, mintió el capitán, pues ninguno de ellos le había visto jugar. El que a ojos de todos parecía un figura se pellizcaba para volver a la realidad.
Fiel a su costumbre se vistió rápido y salió un ratito a tirar antes de la última charla del coach. El rival aterrizaba primero en tierras castellanas. Luis, el base titular, lesionado; Richi, el uruguayo que guardaba la zona, con una gripe de caballo no había podido concurrir a entreno alguno; y Pintur, el fino estilista croata, no terminaba de adaptarse, pero jugaría con un dedo de su mano izquierda (la buena) roto. Chungo.
El partido comenzó mal y devino peor. El ritmo lento de los líderes, de posesiones extenuantemente largas, adormeció a los locales. Sin agresividad ni líneas de pase, no robaban balones. Sin fiereza ni contacto, no cerraban el rebote. Imposible correr el contragolpe. Si atrás eran un coladero, en ataque eran el ejército de Pancho Villa. Cada uno hacía la guerra por su cuenta. Sin desparpajo ni naturalidad, ni siquiera desarrollaban los sistemas. Prisas, pérdidas y malos tiros. Los primeros tiempos muertos del coach incidían en la vía pedagógica, recapacitando sobre los errores y tratando de reinsertar el ánimo de los suyos. Como del tono conciliador nada sacaba, rebuscó adentro, en el orgullo. Menos. Extraviados, maniatados. Los jugadores hacían el camino de la cancha al banquillo sin atisbo de reacción. En aquel trasiego, Carlos quedó ubicado junto a Richi en la carreta. El sudamericano que hasta entonces no había comparecido en cancha, le guiñó el ojo: “¿Qué te parece si entre los dos arreglamos esto?”. El muchacho sonrió brevemente, pero no pronunció palabra.
Transcurrieron otros 2 minutos y aquello presagiaba funeral. 25 abajo. El entrenador se mesó los cabellos, se rascó la barbilla y giró de golpe hacia ellos. Se puso en cuclillas y los miró de frente, directamente a los ojos. Primero se dirigió al veterano: “Richi, si mañana nos invadieran los franceses, serías al primero que me gustaría tener en mi trinchera. Quiero que le muerdas los huevos a todo aquel que se imagine atravesando la zona. Luego cierra el rebote y se lo das aquí al artista”. Movió levemente la cabeza en dirección al novato: “Chaval, me han dicho que tocas el violín de cojones. Así que afina y deléitanos. Haz lo que te salga de aquí” y con la palma de la mano le tocó la cabeza. “No te cortes. Quiero que juegues y nos hagas jugar. Si tienes tiro, lanzas; si ves un pase, no dudes en darlo. Si te equivocas, la bronca me la como yo. ¡Así que hala!”.
El primer balón que recibió se lo botó en el pié y salió por el lateral. “Vamos, no pasa nada”, escuchó la misma voz desde la banda. Asintió con seguridad y a Galán, que ya peinaba muchas canas, le dio buena espina.
Richi bufaba a todo oponente que le circundara dos metros a la redonda, batió sus alicaídas alas y puso una chapa contra el tablero de las que aulla la grada, se tiró en plancha a por un balón sin dueño y tabicó bloqueos graníticos para las salidas de los aleros y los slalom del niño que por entonces había despejado miedos y limpiaba rivales con la facilidad de un espadachín. En los 3 minutos que se cumplieron hasta el intermedio, bajaron la diferencia a 15. Jodido, pero había un atisbo de esperanza.
En el descanso Galán repasó conceptos y alentó a sus huestes. Cuando casi todos habían salido hizo un aparte con el dúo de marras. Richi sudaba a cascadas, desfigurado. Aún así le preguntó: “¿Qué tal soldado?”. “Mejor que nunca. Lo siento por ellos”, espetó el pivot. El chico sonreía detrás. “Peter Pan, tú sigue igual. Hemos comprado todos la entrada y nos llevas a tu mundo”.
La segunda parte fue un juego de hombres (hombre=charrúa) y de niños (niño=manchego). El veterano bloqueaba, percutía, cargaba, cuerpeaba. El junior dirigía, asistía, anotaba, inventaba. Los parciales iban cayendo favorables hasta voltear el marcador. Con 6 arriba, a 40 segundos para la finalización el aro escupe un lanzamiento de 3 de Pintur; Richi captura otro rechace inverosímil y por el rabillo del ojo vislumbra una silueta infantil. El mocoso atina su quinto triple y además saca un tiro libre adicional. Lo encesta para firmar la esquela del rival. Galán solicita un doble cambio ante la locura del gentío y homenajea a la singular pareja. El uruguayo besa la frente del aprendiz y de camino al banco le echa un brazo sobre el hombro para apoyarse en él. Se tambalea y está a punto de caer. El fisio corre raudo: “¿Qué te pasa?”. El de Montevideo lo mira sin verlo: “Anda dame aire que me lo he debido de comer todo”. Al momento, aparca un segundo la mascarilla para dirigirse a su cómplice: “Te dije que lo arreglábamos”.
Tras el pitido final enorme ovación, manteo a la promesa que tuerce el gesto de Galán, saludos y felicitaciones con los oponentes.
El vestuario es un hervidero. Han remontado 25 puntos a los líderes y los medios de comunicación aguardan para recoger las impresiones de los héroes. Carlos coincide un instante con Galán. “Bien jugado chico y muy obediente: Hiciste lo que te dijo el maestro” para envolverlo entre carcajadas en un cálido abrazo que el muchacho interrumpe: “¡Coño! Perdone coach, pero he olvidado algo”. Sin ducharse y con la ropa de juego puesta sale disparado.
En la puerta de jugadores aguardan unos pocos familiares, pero él busca inquieto a unos desconocidos. Los distingue y corre hacia ellos: “Disculpar lo de antes, pero no podía llegar tarde”. El pequeño, nervioso, ya tenía preparado un papel y un bolígrafo para la firma de su nuevo ídolo. “¿Cómo te llamas?”. “Todos me conocen por Fer”. Carlos garabatea: “Con cariño para Fer, mi primer fan”. Muy emocionado continua la conversación: “Y mil gracias por esperarme. No me perdonaría que no hubierais estado”. Cuando iba a reemprender camino se detiene: “Oye ¿te gustaría quedarte con mi camiseta? Fer abre los ojos como platos, mira a su padre y contesta: “¡Uff! ¡Claro! Pero es tu primera camiseta”. Carlos enseguida le corta: “Ya, pero yo espero vestir más y no se me ocurre nadie que la pueda guardar mejor que tú. Quédatela por favor, que me has dado suerte”. Los chicos se abrazan, se despiden y Carlos sale al trote tiritando, que los primeros fríos del invierno ya se dejan sentir.
Cuando regresa al vestuario aborda al delegado en una esquina. “Oye ¿cuánto cuesta la camiseta? El empleado, conmovido, le tranquiliza: “No sé, no te preocupes. Ésta te la puedes quedar que es la de tu debut”. La respuesta no convence al agitado novel que insiste: “No. Si es para pagarla, que la he regalado”. El otro no salía de su asombro: “Anda ya, vas a pagarla… No me jodas, la camiseta con la que te estrenas y la regalas… ¡Ya te vale! Pero tú sabrás…”.
20 años después. Rueda de prensa multitudinaria en la despedida de Carlos. Internacional en un montón de ocasiones. Multitud de premios y títulos y siempre en el mismo equipo. Sus compañeros y entrenador le rodean. Primera pregunta: “¿De qué te acuerdas? ¿Qué es lo primero que te viene a la cabeza?
Carlos sonríe y se detiene pensativo: “De mi primera camiseta”. Y revela la historia que precede. Cuando concluye, la sala se mantiene en silencio, cautivada. Otro periodista reconduce el trance: “¿Y no te gustaría tener aquella camiseta?”. “No”, responde tajante Carlos. Se gira hacia sus compañeros y formula otra intrigante cuestión: “¿Puedo contarlo?”. Alguien ha asentido. Carlos respira hondo y vuelve la vista a los periodistas: “No me equivoqué. Como dije, la camiseta la tiene el más fiel guardián, la persona a la que cedo el testigo como capitán del equipo. Fer ven para acá”. Como hace dos décadas, dos niños, ya hombres, se abrazan de corazón ante las miradas perplejas de periodistas y compañeros que rompen a aplaudir.